Mateo, el publicano
Al lector de la Biblia Mateo le resulta familiar como autor del primer evangelio. Él dice de sí mismo que era ‘publicano’, es decir, recaudador de impuestos, profesión que lo hacía despreciable, sobre todo como lacayo de una potencia extranjera.
Dada su profesión de publicano, Mateo era buen calculador, y más en una época en que, por carecer de aparatos, la gente cultivaba la memoria con esmero.
Pues bien, Jesús invitó a Mateo a seguirlo, gesto tan honroso como comprometedor. Dejando el despacho de impuestos donde estaba sentado, Mateo “se levantó y lo siguió”.
Jesús “vio a Mateo”. El hecho de ver es determinante en el comportamiento. Qué es ver, quién ve, a quién ve, cómo lo ve, cuándo lo ve, por qué lo ve y para qué lo ve. Lo mismo le debió ocurrir a Mateo, que vio a Jesús. Cruce de miradas, velocidad de vértigo, la una hiere y la otra se deja herir en su más profunda intimidad. Herida tierna la del mirar divino.
Con esa mirada y esa invitación, Mateo da un vuelco a su habilidad calculadora. De la economía del cuerpo pasa a la economía del alma, de la economía del dinero a la economía del Espíritu.
El vértigo de volverse evangelista anonadó a Mateo. El lector de su evangelio se pregunta absorto qué sentiría Mateo al escribir, pues la biografía que escribía, inefable, no se parecía a ninguna otra.
El lector de Mateo, llamado a ser también evangelista, hace bien en envidiarlo. Así como hay cuatro evangelistas oficiales, cada ser humano tiene la vocación de vivir y contar el evangelio, la buena nueva que trajina día y noche su corazón, la de su Creador, Dios hecho hombre, aconteciendo amorosamente en él.
A la contabilidad de amor de Mateo, el hombre del siglo XXI prefiere la contabilidad empirista de Adam Smith, de dieciocho siglos después. “No obtenemos los alimentos de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino de su preocupación por su propio interés. No nos dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo, y nunca hablamos de nuestras necesidades, sino de sus propias ventajas”.
Me intriga demasiado saber qué sentía Mateo al escribir: “Nadie puede servir a dos señores... a Dios y al Dinero” (6,24). Mateo pasó del telonio de la tierra al telonio del cielo. El señor Dinero tiene su telonio en cada corazón.
Mateo sorprende al lector llevándolo del telonio de la codicia al telonio del amor, armonía del cuerpo con el alma, unión del hombre con Dios.