Mi Patria
Hoy como todas las semanas me siento frente a la computadora y busco las palabras. Esta columna se ha vuelto un rito de introspección que hago cada semana. El camino que recorro hasta llegar aquí es muy variado. Hay columnas que llevan semanas, hasta meses en mí. Algunas dependen de libros que he leído y otras llegan de improvisto. Son como un rayo. Algo que me fulmina y que tengo que sacar de mí. Otras son algo lento que requiere investigación y tiempo. Aunque en todas siento que hablo con mis lectores, la inmensa mayoría de las veces el diálogo es conmigo. En este espacio la que aprende soy yo.
Pero esta semana es distinto. Tuve que desechar lo que tenía planeado pues en mi mente solo da vuelta una frase. Es de Séneca, el estadista y filósofo romano que escribió la tragedia de Medea y que además de su sabiduría fue famoso por su sentido del humor. Su frase, “Ninguno ama a su patria porque es grande, sino porque es suya”, se quedó conmigo desde que la leí hace ya más de veinte años. En ese entonces yo no vivía en Venezuela, y extrañaba muchísimo mi familia. Aprendí entonces a añorar la tierra que queda atrás, y los afectos que se quedan en ella, aunque también aprendí la importancia de salir en búsqueda de mi destino. Pero dejar mi país hizo crecer en mí un sentimiento de orgullo y cariño por el lugar donde nací que no había sentido hasta entonces.
No me gustan los nacionalismos y a medida que ha pasado el tiempo y que me he dedicado a leer y aprender sobre historia y política menos me gustan. Pero más allá de las implicaciones teóricas y abstractas hay algo más profundo y humano que no tiene que ver con cómo nos definimos ante los demás, sino con nuestra identidad, nuestra forma de ver, de ser, de articular lo que percibimos. Algo que viene del lugar donde nacimos y crecimos. En ese espectro indefinible está ese amor al que siento que alude Séneca, que no tiene que ver con las complejas maquinarias gubernamentales, ni con relaciones políticas e instituciones, sino que es mucho más poético y hasta indefinible.
Mi patria no es una bandera ni un documento ni un funcionario ni siquiera creo que es un pedazo de suelo. Mi patria es mi memoria, mi lengua materna, la que conjuga los verbos de una forma muy particular. La que me enseñó a amar de una forma que articula palabras, gestos, movimientos. Es la forma de cocinar ciertos platos, ciertos rituales y procesos que traspaso a mis hijos a veces de manera inconsciente. Es la forma de organizar mis pensamiento y prioridades. Mi patria está en mi lengua, en mis ojos, en mis manos, en mis palabras aunque no quiera o no me dé cuenta.
Patria es ese cielo que vi durante tantos años, en algún lugar que sentía seguro y al que llamé hogar, donde aprendió a reaccionar a la fortuna y la adversidad. Mi patria me enseñó los sueños, las esperanza, las lágrimas, el desengaño. Me dio, me privó, me dejó volar o me aplastó. Mi destino, lo que vinimos a hacer como excusa para que el universo, Dios y nuestros padres nos dieran la oportunidad de un primer aliento eso es una patria. No es un militar ni un desfile, una batalla, una fecha, un apellido, una dirección. No es un trámite.
Patria es el fondo del alma. El tono que pongo a la vida. Lo que leo, lo que escucho, la forma de avanzar, de planear un próximo paso o una retirada. La patria es también lo que dejo de hacer, lo que tiré a pérdida y entregué a la nada. Patria ha sido para mí un enfrentamiento, un acto de rebeldía y un proceso de sumisión.
Hoy mi patria, la del pasaporte, la material, está en ruinas. No sé qué vaya a pasar, solo sé que mi patria, la del fondo de mi ser y mi memoria sigue intacta. Creo que las dictaduras y la guerra buscan arrasar la patria que existe en lo profundo para apoderarse de lo material y así subsistir. Por ello estoy convencida que mientras no dejemos que arrasen con nuestra alma siempre existirá esperanza de derrotarlas.