Columnistas

Mi protesta como lector

17 de octubre de 2016

La institución del Nobel está perdiendo su naturaleza ejemplarizante. Bob Dylan puede ser un cantante y poeta muy célebre y ovacionado. Su calidad como creador musical es innegable. Pero no es el escritor de tiempo completo, de amplia e intensa producción literaria. Salvo dos libros de versos y notas biográficas, Tarántula y Crónicas, no se le conocen cuentos, novelas, ensayos, poesías u obras dramáticas, a menos que se prepare alguna sorpresa que lo saque de la condición de inédito.

Si el Nobel de Literatura ha sido estimulante para los lectores y consagratorio para los escritores buenos (y hasta regulares y malos, porque también se han cometido desatinos), esta vez con Dylan el error es patente y sugiere un disparate deliberado y desafiante, una afrenta premeditada contra la literatura.

De afrentas, disparates y desafíos contra el sentido común está colmada la cultura actual. Y el relativismo valorativo se metió esta vez con lo que para muchísimos seres humanos constituye elemento esencial de la existencia buena e inteligente, nada menos que el genio que les infunde vida a las letras, el talento que transforma por medio de la palabra, la versión escrita de la condición humana.

Sí, está bien que Bob Dylan sea un juglar redivivo y sus canciones tengan un componente literario, como también filosófico, político y social. Pero no por esos motivos representan la literatura. Cada una de las bellas artes clásicas o modernas tiene una naturaleza, unas cualidades distintivas, unas formas expresivas y una entidad propia. Que se traslapen o se yuxtapongan una sonata y un cuadro, un soneto y una escultura, una ópera y una novela, un folk song y una película, o todos a la vez, no las disminuye. La música es la música, la pintura es la pintura, el cine es el cine y la literatura es la literatura, con sus cualidades específicas, sus particulares normas preceptivas y sus cultores y creadores respectivos.

Con este presumible giro conceptual o este brinco al vacío que halaga a oyentes y disc-jockeys y decepciona a escritores, editores y lectores, el Nobel pierde jerarquía paradigmática. Pasa a ser un premio de misceláneas culturales, con el que no se identificarán ni los escritores ni nos identificaremos los lectores de siempre. Hace muchos años, el segundo jueves de octubre he corrido a buscar obras del nuevo maestro de las letras. Qué frustración, la de esta vez.

Cada época trae su afán y ahora parece que el afán del jurado del Nobel consiste en acercarse a las multitudes que premian con el aplauso y la compra de discos a los mejores protagonistas de la civilización del espectáculo. Todo vale, en términos axiológicos relativos. Pero no es lo mismo un libro que un cancionero.