No a las tareas extraescolares
En la Escuela se aprenden unas cosas. En la calle y en la casa se aprenden otras, tan importantes o más que las de la escolaridad. Así que debemos despejar ese espacio de tiempo de los estudiantes para esos otros aprendizajes que la Escuela, como recinto cerrado, no puede ofertar.
A la Escuela se la ha reconocido como la principal escena de formación, pero, como lo expresa el investigador chileno Carlos Calvo, es apenas una parte del amplio territorio educativo. La escolaridad termina en sus muros, pero el territorio educativo trasciende y fluye fuera de la escolaridad. Lo deseable sería que su contribución tuviera impacto positivo en el desempeño académico y social de los estudiantes, porque una cosa es el rendimiento escolar, y otra el efectivo aprendizaje. La sociedad, el núcleo familiar y los colectivos en los que se insertan los niños y jóvenes a través de actividades extraescolares son esas otras imprescindibles escenas de formación.
Las tareas extraescolares invaden esos otros sectores del territorio educativo, sin claras garantías de su efecto formativo. A la fatiga escolar se suma con estos “deberes”, muchas veces absurdos, el agobio de responsabilidades que con frecuencia carecen de sentido y no tienen conexión con los objetivos curriculares. El Chapulín salvador es la Red, de la que los apurados estudiantes pueden copiar y pegar informes que no entienden, y que muchos docentes no leerán. Otro Chapulín son los padres para quienes con frecuencia están dirigidas esas obligaciones, en unos casos, porque abordan temáticas y técnicas que no están todavía al alcance de los estudiantes, pero, en muchos otros, porque los niños y jóvenes suponen que tienen a sus progenitores para que den cuenta de ellas. Los padres, por su parte, creen que son mejores padres cuando acolitan el colegaje con esos “deberes”. Contrario a sus deseos, esa fusión de roles resta a sus hijos oportunidades para el desarrollo de su autonomía, y facilita la progresión de una crónica y fatal dependencia; crean hijos heterónomos, inseguros, irresponsables.
Otra cosa es que los estudiantes salgan de la jornada escolar antojados, y ésta es la palabra clave, de investigar, preguntar, indagar, saber otras cosas, curiosos por la observación del mundo en el que vivimos, pero no con la preocupación de que serán calificados. Ceñir su curiosidad a una posterior valoración es matar el espíritu de investigación y, por ende, el efecto formativo, porque entonces lo harán, no por el deseo y la necesidad de aprender y crecer, sino por alcanzar buenas calificaciones. Los grandes científicos no se empecinaron en sus iniciales investigaciones porque estuvieran haciendo una tarea. Más allá de la escuela o la academia, incluso muchos desertando de ellas, persistieron con terquedad en sus pesquisas por la pasión, el deseo y la necesidad de encontrar un plus de lo ya conocido.
Como me tocó observar en mi ejercicio docente, los mejores maestros no imponen obligaciones, sino que antojan del conocimiento, crean la necesidad de saber más. El que menos tareas ponga puede ser el que más enseñanzas deje. Muchos de ellos no llevan registro de notas, porque captan en el cotidiano del aula los intereses y ritmos particulares de aprendizaje.
La corresponsabilidad en la formación de los niños y jóvenes es fundamental en el impacto de la escolaridad, pero no puede traducirse en un endoso de la responsabilidad y el deseo de los estudiantes. Las familias y las administraciones municipales tienen que conseguir que la calle, la casa y las comunidades sean territorios educativos, espacios que ofrezcan a la niñez y a la adolescencia alternativas lúdico-formativas que les permitan crecer .