No hay nada más común que una rareza
Me encanta la tercera acepción del diccionario de la RAE de la palabra normal: “Que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano”. Ojalá fuera esa la primera definición del término, en lugar de la que ahora figura (“que se halla en su estado natural”), porque expresa a la perfección lo que siempre he pensado, a saber, que vivimos presos de un trágico malentendido consistente en creer que, cuando hablamos de normalidad, nos estamos refiriendo a lo más habitual, lo mayoritario, lo “natural”, como dice la primera voz. Cuando, en realidad, de lo que estamos hablando es de la norma, de la ley, de una convención previamente fijada. De un marco al que intentamos adaptarnos, pero que en realidad no define a nadie o casi nadie. Y es que tengo la profunda sospecha de que los individuos “perfectamente normales” son escasísimos. A veces llego a pensar que en realidad no existen, que son un simple mito, como los dragones escamosos o el unicornio alado.
La vida me ha demostrado que, en realidad, todos estamos llenos de rarezas y de pequeñas manías. Aunque las ocultamos celosamente, por lo general no les damos mayor importancia, y con razón, porque las rarezas se repiten muchísimo: o sea, es más habitual ser raro que normal.
El pasado mes de julio participé en un curso formidable en El Escorial. Lo organizaba la Fundación Manantial, una ONG que se dedica a la ayuda e integración de los enfermos mentales crónicos, y se titulaba prometedoramente Los excesos de lo normal y los defectos de la cordura, un enunciado que también suscribo. Pues bien, cuando di mi charla se me ocurrió preguntar a la gente por sus rarezas.
Voy a contar dos que me encantaron, por lo diferentes y complejas. Un hombre me dijo que, cada vez que recogía la colada de la cuerda del patio, dejaba caer a propósito un calcetín; y que luego iba comprobando periódicamente si la prenda seguía allá abajo, en el suelo, o si la conserje lo había rescatado ya, que era lo que, antes o después, terminaba sucediendo. Luego la mujer lo dejaba en un reborde de la escalera, para que lo encontrara el vecino que lo hubiera perdido. No me digan que no es un relato formidable: qué significará ese calcetín para ese hombre, por qué necesitará comprobar tan a menudo que hay alguien que cuida de él y que no permite que se pierda. A menudo hacemos poesía con nuestras vidas sin saberlo.
La otra rareza también es genial. Una mujer me contó que, cada vez que viajaba, iba dejando su ropa en las habitaciones de los hoteles y regresaba a casa con la maleta vacía. ¡Guau! Mientras los demás solemos ir engordando nuestro equipaje en los viajes y regresamos con el doble de la carga con la que nos fuimos (una metáfora de la pesadumbre de la vida), esta mujer vuela.
Permítanse una pequeña libertad y saquen sus manías del armario.