No quiero más guerra
Años atrás, las fisuras que dejaron horripilantes escenas de muerte y desolación en el país se daban porque éramos rojos o azules. Hoy, esas distancias que encienden profundos sentimientos de rencor y venganza se fraguan en la pugna de dos liderazgos: de un presidente y un expresidente. Estoy convencido, porque he tenido la oportunidad de captarlo en diálogos informales con amigos y personas cercanas, que la distancia ahora, más que conceptual, es de imagen, de poder, de lucha por el liderazgo. Cuando pregunto a muchos ciudadanos enardecidos sobre las razones de su disyuntiva por la continuidad de la guerra o la apuesta por la paz, con pocas excepciones, no encuentro argumentos razonables, objetivos y convincentes sobre su decisión. En el fondo no entienden los motivos de su opción; simplemente, repiten, como espejo, el embeleso que les produce el presidente, cuando se manifiesta en una alocución nacional, o el expresidente, cuando trina con tanto poder de convicción en las redes sociales, con posturas que, más que políticas, son politiqueras, rencorosas y revanchistas.
Estamos lejos de la “esencialidad de la política” que busca el bien de la comunidad y tiene por su esencia la paz, a la que se refería Belisario Betancur en su reciente carta dirigida al Directorio Nacional Conservador. Duele que, habiendo evolucionado en tantos aspectos de la vida nacional, seamos todavía prehistóricos, ahondando distancias que ni siquiera comprendemos. Esta confrontación, ajena al sueño de la paz, va a dejar heridas y radicalismos más profundos y dañinos que los que produjo la violencia partidista.
En mucho, el presidente Santos es el protagonista de una coyuntura que se dio en el país, de una taza que tenía que rebosar. A él le tocó este momento histórico. Ese es su mayor mérito. Y eso es lo que respalda y rescata la opinión gruesa de los ciudadanos. Si el concepto sobre el presidente es escandalosamente bajo, no ocurre igual con la esperanza del proceso de paz. Está claro, por las encuestas que se han publicado, que el respaldo no es para la figura presidencial, sino para una coyuntura histórica que se está dando en el país, que no es el fruto de una evolución espontánea, sino la cosecha de una sucesión de esfuerzos, gestada en el año 1982, cuando Belisario Betancur puso la primera gasolina para este sueño.
Han cambiado los modos de financiación de las guerrillas; incluso, es posible que hayan desdibujado sus principios iniciales, pero siguen intactos los motivos que las crearon. Se han envilecido cada vez más las oportunidades del sector campesino; se ha multiplicado exponencialmente la delincuencia común, arraigando tentáculos en la política y el narcotráfico; la minería informal asfixia las condiciones de vida limpia y saludable en el país; las calles están inundadas de desplazados, miseria y trabajo informal; los semáforos son territorios de mendicidad; las grandes empresas direccionan sus enormes ganancias para crecer nacional e internacionalmente, pero no para responder de forma solidaria y justa a los colectivos obreros que las han producido. Se ha desvirtuado el genuino sentido de la política y la administración del Estado. Muchos de nuestros políticos y funcionarios no son corruptos ni defraudan el fisco nacional porque tengan una ética de país, sino porque no han tenido oportunidades para hacerlo. Las razones para la guerra siguen intactas.
Merecemos un nuevo comienzo. La firma del acuerdo con las Farc y el canje de armas por modos de participación democrática son un inicio importante para desvertebrar las atrocidades que nos han llevado a este país de vergonzosas perplejidades.