Columnistas

¡NO SOLO VIOLACIONES DE MENORES!

27 de agosto de 2018

Múltiples críticas se han hecho al contenido de la sentencia C-080 de 2018, que revisó el Proyecto de Ley Estatutaria de la Administración de Justicia en la Jurisdicción Especial para la Paz, conocida por el Comunicado No. 32 de quince de agosto expedido por la Corte Constitucional; allí, entre muchas otras determinaciones, se declaró inexequible el artículo 146 que prohibía aplicar las sanciones de la JEP a los perpetradores de delitos sexuales contra niños y adolescentes quienes, por tal razón, quedaban sometidos a los severos castigos de la ley penal ordinaria. En su lugar, ese organismo judicial –tras tergiversar el contenido del artículo, cuyo tenor no decía que esos atentados punibles fueran de competencia de la JEP sino todo lo contrario: véanse páginas 15-16– dictamina que esa corporación sí debe conocer de esos crímenes cuando ellos fueren cometidos por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conflicto armado, antes de la firma del llamado Nuevo Acuerdo Final.

Así las cosas, según el fallo cuestionado los incursos en tales comportamientos solo son objeto de las sanciones “propias” (dizque de contenido restaurador, pero según la Corte, ahora, de forma extraña, asimismo con alcance “retributivo”) que no suponen ninguna privación de la libertad, por lo cual se les concibe como sinónimas de impunidad. Incluso, una magistrada que ha tenido asomos de dignidad salvó su voto porque la providencia es “irrespetuosa de la voluntad democrática” y “dejó sin amparo a quienes de acuerdo con la Constitución tienen los derechos fundamentales prevalentes en Colombia”.

Sin embargo, debe ubicarse ese pronunciamiento en un contexto más general porque desmanes más felones que estos (atinentes a centenares de miles de gravísimos crímenes de guerra y lesa humanidad) también han recibido las esperadas bendiciones del tribunal constitucional, que comenzaron cuando la sentencia C-699 de 2016 declaró ajustado a la Carta el Acto Legislativo 1 de 2016, que abrió la puerta de los sustos al habilitar mecanismos alígeros para reformar la ley de leyes. Luego, mediante la sentencia C-674 de 2017 y con argumentos inanes, se legitimaron violaciones descaradas al principio de legalidad en especial en cuanto tocaban con el debido proceso y el juez natural, contenidas en el Acto Legislativo 1 de 2017; y, agréguese, con la sentencia C-007 de 2018 relativa a la Ley 1820 de 2016 “Por medio de la cual se dictan disposiciones sobre amnistía, indulto y tratamientos especiales y otras disposiciones”, que habilitaron procedimientos anticonstitucionales en esas precisas materias.

Por ello, pues, no debería causar ninguna sorpresa a los columnistas y fustigadores lo decidido en el descarriado proveído citado al comienzo, porque si ellos fueran de verdad coherentes (y, conste, algunos han guardado un sepulcral silencio enfrente a los otros fallos) también tendrían que rechazar, de plano, el santiano y barrigón elefante que desfiló ante los ojos de todos después de que -de forma grosera- se desconocieran los resultados del malhadado plebiscito del dos de octubre de 2016, para darle curso a un proyecto sombrío que logró la sustitución de la Constitución de 1991 (que, por desgracia, surgió además como producto de otro golpe de mano a la institucionalidad entonces imperante) para darle visos de legitimidad a unos “acuerdos” que habían sido derrotados.

Así las cosas, que nadie se llame a engaños: aquí, gracias a la confluencia de actores armados, Gobierno, Congreso y Corte Constitucional (un organismo muy hábil para urdir embustes jurídicos pero muy pobre a la hora de defender las instituciones) fue posible un nuevo asalto a la Constitución, gestado desde La Habana por una veintena de constituyentes postizos quienes no tenían ninguna representatividad popular y a los que tampoco nadie convocó. Y, añádase, el resultado de todo ello es bien sabido: un Estado fallido, sin instituciones serias y robustas, acostumbrado a la demagogia tropical y electorera, con magistrados siempre dispuestos a justificar toda clase de exabruptos por pintorescos e inesperados que ellos sean.