Nuestra comunidad
Querido Gabriel,
Es norteamericana, pero habla un cuidado español que ha aprendido gracias al amor de su compañero, al cariño de los niños, al curso simple de la vida en el Caribe colombiano y a un dedicado aprendizaje en el que ha puesto todas sus capacidades porque decidió formar una familia en este rincón del mundo, con alguna reticencia de sus padres, que aún la esperan en Carolina del Norte. “En mi país hay mucho individualismo y soledad, reina el dinero y el deseo de hacer con él lo que cada uno quiera. Acá en Colombia, con la gente del pueblo, con los amigos y con la familia, he aprendido qué significa ser parte de una comunidad”. La miramos, asombrados. ¡Cuánto aprendemos cuando nos dejamos observar por los ojos del viajero! ¿Hablamos de pertenecer, de construir comunidad, de vivir como en un pueblo o en un barrio?
Mis abuelos tenían pueblo. Se encontraban en la plaza o en la misa dominical, se conocían desde la escuela con sus amigos de toda la vida. Tenían decenas de primos y muchos hermanos. En diciembre se reunían, con la abuela como centro de una especie de sistema solar familiar. Contaban historias, comían los platillos preparados por generaciones, rezaban, echaban chistes, bailaban y dormían amontonados. Eran parte de una comunidad, o de varias: la pueblerina, la familiar, la antioqueña.
Mis padres fueron urbanitas. Había parque, tienda y un colegio al que se llegaba caminando. Esas calles, con su particular trazado, les otorgaban una identidad. Se presentaban en las reuniones con el nombre de su sinuoso barrio. Los ecos de esos tiempos resuenan en mi memoria, como sirenas de una ambulancia que se aleja. Tener barrio, para mí, suena a la tonada premonitoria del camión de los helados, al ruido de las botellas de leche chocando en la carreta y a los gritos de los vecinos invitándonos a jugar en la calle. Quienes nos fuimos para la selva de edificios, vivimos con nostalgia de barrio y añoranza de pueblo.
Quizás la más hermosa expresión para describir una organización se la oí a una gran rectora universitaria, cuando se refirió a su institución como “una comunidad de idealistas”. Comunidad, en su etimología, tiene relación con cooperar, hacer una tarea en conjunto, vivir en reciprocidad. ¿No crees que debemos pensar en restituir y recrear comunidades para nuestras ciudades y nuestras empresas? ¿Será que allí se esconde la esquiva libertad?
También se habla de tribus, que igualmente nos unen, pero, paradójicamente, también nos dividen. El tribalismo, su extremo, es peligroso, porque niega a los demás. Por eso prefiero las comunidades, porque lo cercano no puede estar en contra de lo humano. Tener identidad no puede implicar que más allá del horizonte estén los dragones. Tal vez, al otro lado de la frontera, hablando otra lengua, con un color de piel diferente o bajo aquella marca empresarial, no haya enemigos, sino tan solo vecinos, amigos en potencia, gente que nos podría asistir en las emergencias, que tiene algo que enseñarnos y es capaz de cuidar a nuestros hijos como si fueran suyos.
Hagamos la tertulia y pensemos dónde y cómo podrían sembrarse las comunidades del futuro. En esta era de grandes ciudades, unidades “cerradas” y familias pequeñas, debemos volver a los barrios y, tal vez, dentro de las empresas, reconstruir los pueblos, con la plaza, la iglesia, el cine club, la escuela, los voluntariados, las tiendas y, sobre todo, con los encuentros que reafirman nuestra propia vida y nos recuerdan que solo existimos plenamente gracias a la mirada atenta de los otros y al cobijo cálido y protector de una comunidad
* Director de Comfama.