Oír solo lo que se quiere oír
Nos invade la falsa información. No hay día en que no relampaguee un escándalo montado de modo artificioso. Todo se caricaturiza, es decir, se exagera en sus dimensiones más ridículas. La extravagancia, así, hace desaparecer el panorama ponderado.
Las caricaturas son una bendición. Son un salivazo en la cara del poder. Han cumplido el papel del niño que descubrió la desnudez del rey. Pero se salen de madre cuando por sistema pescan rasgos insignificantes del rey para presentarlos como la esencia misma del monarca.
El grito del niño “¡está desnudo!” abrió los ojos de las multitudes atemorizadas porque en efecto el tirano no tenía ropas. El sarcasmo es eficaz cuando no se divorcia de la verdad. La verdad sumada al humor es invencible. Por eso el caricaturista, verbal o gráfico, debe gozar de mirada compleja y criterio cauteloso.
Hay una osada tuitera que se enfiló detrás del nombre de la amante de Pericles, Aspasia, filósofa y oradora de la antigüedad clásica. Aspasia Segunda identificó así el caldo de cultivo contemporáneo donde florece la caricatura espuria:
“La cantidad de información falsa y manipulada que circula en redes demuestra que la gente quiere leer y escuchar lo que quiere, no la verdad”.
Querer escuchar lo que uno quiere es un juego de palabras similar al de Marcuse en los años sesenta: “Los oídos tienen paredes”. El problema no está en las paredes que esconden micrófonos sino en los oídos que están tapiados.
La gente solo oye lo que quiere oír, los propagandistas y hackers urden versiones amañadas con traperos y sal de frutas, la verdad se bate en retirada.
La cresta dorada del presidente gringo es fiesta para los diseñadores visuales que la convierten en capuchón del KKK, humo de la catástrofe ambiental o bucle de bebé descomedido. El globo les agradece, pues crucifican a un reo indefendible.
Así pues, el veredicto sobre la falsa información está pendiente de dos factores. En primer lugar, de su cercanía o lejanía con relación a los hechos comprobables.
En segundo, de la cantidad de cera acumulada en los oídos de la gente. En tiempos de polarización y de conducta visceral frente a los hechos, la razón es débil como filtro para discernir entre publicidad e información, entre prédica de monjes y comunicación con libertad.