Columnistas

Orgullo y prejuicio

01 de febrero de 2017

De cuántas maneras distintas hemos oído una historia similar por estos días: el 13 de mayo de 1939, el Saint Louis zarpó con 937 pasajeros judíos de Hamburgo hacia Cuba.

Tras las clausuras de negocios y arrestos masivos durante la Noche de Los Cristales Rotos (noviembre de 1938), muchos judíos decidieron huir de Alemania.

Aquellos viajeros no contaban con el Decreto N°. 55, con el cual Cuba discriminaba entre turistas y refugiados: a estos últimos, el Estado les exigía dinero para asegurar que no serían una carga. Cuenta la historia que, tan pronto se supo de las embarcaciones que surcaban el Atlántico (el Saint Louis competía con el Flandre y el Orduna, que también viajaban a la isla caribeña), se volcó a las calles cubanas una manifestación antisemita. Los extranjeros significaban más competencia laboral.

Durante el trayecto, un pasajero murió por causas naturales, otro cayó al mar y jamás fue hallado. El 27 de mayo, La Habana solo permitió el desembarco de 28 pasajeros. Los refugiados, rechazados por Cuba, partieron hacia Florida. La Ley de inmigración estadounidense limitaba el número de inmigrantes que podían admitir: la cuota anual germano-austríaca ya estaba copada. Por motivos políticos, el presidente Franklin D. Roosevelt no quiso admitir más desplazados.

El 17 de junio, el Saint Louis regresó al puerto de Amberes: Bélgica, Francia, Holanda y el Reino Unido acogieron a los refugiados.

Con el Brexit, la Gran Bretaña escupió sobre lo construido en la posguerra. El actual gobierno de Estados Unidos suspendió la emisión de visas para personas procedentes de Irán, Siria, Irak, Somalia, Sudán, Yemen y Libia mientras se establecen medidas de “escrutinio extremo” para “evitar la entrada de terroristas”. Nosotros, “sudacas”, narcotraficantes por pasaporte, sospechosos por bandera, tratados como delincuentes en la mayoría de aeropuertos del mundo, observamos desde el palco de la autoridad moral...

Con el orgullo del poderoso y el prejuicio del iletrado, Germán Vargas Lleras llama “venecos” a nuestros vecinos (Ojalá le sea esquivo el solio del “veneco” que nos dio la libertad).

Seguridad interna, economía, raza, religión. Nos sobran excusas. Ya no hay refugio..

La inmediatez de los medios nos permite observar en vivo y en directo la calaña de nuestra especie. Pero también la solidaridad: en este instante, en Berlín, activistas alemanes llevan cobijas y raciones de comida a familias sirias que se refugian en su propio barrio. Mientras usted lee estas líneas, miles de gringos –también los blancos, monos, ojiazules– son infieles a su juramento de productividad y consumo para salir a protestar contra la segregación.

Lejos de las cámaras, el hijo de alguien comparte el mecato de su lonchera en el recreo. El hijo de alguien más, a hurtadillas, se roba la lonchera ajena. Otro hijo patea todas las loncheras, hasta la propia.

Unos y otros se sientan frente al tablero, en la clase de geografía. Aprenden a trazar límites. Memorizan todas las fronteras, excepto aquella donde ningún documento es requerido...

Será por eso que no hay cementerios en los mapas. Ni funeral que exija visa.