Pensar con el teclado
Entre las actividades humanas, la escritura se destaca por misteriosa. No cualquier escritura, por supuesto. La extrañeza campea sobre el lenguaje cuando es libre y se le permite indagar en la almendra de la vida. Es decir, cuando es literatura.
Escribir no es hacer notaría de sucesos ni de sentimientos. Es establecer contacto con una voz que dicta. De ahí viene su sortilegio. ¿Quién dicta? ¿Con qué intención? ¿Es el inconsciente del autor el único responsable?
El filósofo alemán Ludwig Wittgenstein, quien brilló en la primera mitad del XX, comprimió en un aforismo esta inquietud: “de hecho, pienso con la pluma, pues a menudo mi cabeza no sabe lo que mi mano escribe”.
Hoy no hablaríamos de pluma sino de teclado. Tampoco, de mano, sino de yemas digitales. Las teclas son luz que rompe la pantalla instantánea. Las yemas son los terminales de la sensibilidad contemporánea. Almohadillas aptas para acariciar más allá.
La cabeza, entonces, queda rezagada. La torre de control del hombre racional no alcanza a planificar el aterrizaje de las bandadas de ideas que tantean en el aire de las probabilidades.
El hecho es que los renglones y párrafos surgen coherentes y dementes del goteo del teclado. Traen estupores que de otra manera habrían padecido ostracismo. Al llegar, sacuden las alas como esos pavos reales de amplio espectro. Y el mundo entra en embeleso.
De esta manera, “pensar con la pluma” se iguala a entregar fragmentos de la vida que estaban escondidos, a descubrir conexiones entre las neuronas del universo. La gente comprueba que estas apariciones resuenen en su alma y siente la creación del mundo.
La nigromancia de la escritura es ingrediente de la chifladura de la vida. Ni una ni otra, ni escritura ni vida, se dejan amarrar en paquetes predecibles, pavimentados. El conjunto de los seres de la naturaleza, células y astros, están regulados punto a punto desde el primer día. En cambio los pesares y quereres de los hombres son ruleta rusa. A ellos se aplica el lenguaje.
La política puede desaforarse, irse a guerras y a patrañas. La economía suele acogotar a los pobres, cada vez más numerosos; y endiosar a los ricos, cada vez más golosos. La literatura, en contraste, seguirá siendo heraldo de otras glorias. Abrirá ventanas vedadas al cerebro.