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Poética del deseo exacto

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04 de enero de 2017

La zona entre fin y comienzo de año es, por fuerza, de calaña meditativa. Se pone uno trascendental, pues el buceo en el pasado y la cábala de lo que sigue obliga a pararse firme ante el tiempo.

La muerte se sienta en posición central. O se echa de menos a los grandes que ya no están, o cada cual revisa su calendario del siglo para marcar la escasez de aire que le queda.

De modo que la muerte es el tribunal de la vida. Sube uno al estrado de los acusados, reconoce lo blando que ha sido y aguarda la sentencia. Esta se formula en tiempo: cuántos años te hacen falta para ser tú mismo la muerte.

Nadie escrutó mejor esta ligazón entre principio y fin, que el siquiatra suizo Carl Jung. Seguramente conversó noches etílicas sobre esto con sus homólogos de pensamiento, Nietzsche y Freud, las mentes más linces y atormentadas de comienzos del XX.

“La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir”: en cinco palabras gordas establece una igualdad entre dos términos antitéticos.

No vivir lo que toca vivir es enfermarse y luego morir: así de transparente. En otras palabras, Jung enuncia la poética del deseo exacto. No de los deseítos de año nuevo, esos empacados en los lugares comunes del “próspero” año.

Como médico, asigna a la posteridad la fórmula de lo que es enfermarse. La enfermedad consiste en incumplir aquel deseo preciso. Se presenta como venganza de la vida no vivida. Y a la larga determinará la muerte.

Estas ecuaciones aparecerían como simplezas. No lo son cuando se sube en dos platos de balanza la vida, como sucede en estos días bobos de comienzo de año. Cuando uno se pone trascendental y nostálgico.

Con un poco de alerta y un mucho de estudio y pensadera, una persona aclarará por intuición cuál es ese deseo mayúsculo vinculado a la vida y la muerte. Tal vez vislumbrará que hay uno para el orden de la creación u oficio; otro para el amor, el gran amor; quizá un tercero para el éxtasis, el acople con la naturaleza.

Hay que cumplirlos, volverlos realidad. De lo contrario uno se vuelve blando, fofo. Y de los blandos es la muerte atravesada por sufrimiento, es decir enfermedad. Porque, claro, de algo se tiene que morir la gente. Pero es mejor morirse en sano juicio y con el cuerpo entero.

Para que la muerte lo coja a uno vivo, es preciso evitar la vida no vivida.