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POR QUÉ AMO A EUROVISION, Y POR QUÉ USTED TAMBIÉN DEBERÍA

17 de mayo de 2016

Por WILLIAM LEE ADAMS
redaccion@elcolombiano.com.co

Durante la primera semifinal del concurso de la canción Eurovisión, los cantantes bosnios Deen y Dalal se pararon en el escenario dentro del Globen Arena de Estocolmo cantando uno a otro a través de una reja de alambre de púas.

Mientras canturreaban sobre el amor, una mujer en leggings estratégicamente transparentes apretaba un chelo con sus esculpidas piernas. No parecía importarle que su chaqueta de papel de aluminio dorado la hacía ver como un pollo de asador.

A pesar de eufórico aplauso, el acto no avanzó a la final, dejando en duelo a una nación de fans de Eurovisión.

Dos días después, el director de escena de Deen y Dalal, Haris Pasovic, me dijo que la chaqueta de papel de aluminio representaba las cobijas ofrecidas a los refugiados sirios que llegan a la isla griega de Lesbos.

“Queríamos decir que hay humanidad debajo de estas cobijas”, dijo. “Creímos que este elemento humano sería comunicado. No sabemos por qué no lo ha sido”.

En Eurovisión se pierde mucho en la traducción. Pero todo, un acróbata sin camisa dando giros alrededor de una vara (Eslovenia), un holograma de un hombre desnudo con un lobo (Bielorrusia), un cantante con un durazno agarrado (Italia), está impregnado de significado.

Los concursos nacionales para la selección comienzan en el otoño, y yo viajo para entrevistar a estrellas pop aspirantes en lugares tan lejanos como Moldova, Latvia e Israel para mi blog sobre Eurovisión.

Yo no fui criado con Eurovisión. Soy americano y crecí en Georgia, amando las poderosas baladas de perseverancia de Whitney y Mariah. El colegio con frecuencia se sentía peligroso, yo había salido del clóset a los 13 años, y la vida en casa podía incluso ser peor. En medio de esas tensiones desarrollé una afinidad por mujeres que se hacen el centro de atención y le gritan a cualquiera que trata de atenuar su luz.

A los 24 años me mudé a Londres, donde he estado por casi una década. Mi novio inglés, ahora mi esposo, me obligó a ver Eurovisión, el cual yo había asumido era una débil versión de “American Idol”. Pero como pronto descubrí, después de que una lesbiana de ascendencia romaní le ganó a un drag queen de Ucrania vestido como el Hombre de Lata, Eurovisión no es solo un show de starlettes sudorosos y la necesidad desesperada de Auto-Tune. Es televisión en vivo con esteroides, inflada aún más por el deseo de moldear la historia nacional propia.

En el transcurso de los últimos años, a medida que el continente se desploma bajo el peso de la crisis de refugiados y la postura política de Rusia ha puesto tensa a la Unión Europea, este show de canciones ha servido como un barómetro de las ansiedades de cadenas de televisión estatales y artistas. Es una plataforma segura, excéntrica y amplia para expresar individualismo y posturas políticas, aunque las normas expresamente prohíben esto último.

Algunas personas llaman a Eurovisión los “Olímpicos Gay”. Pero una multitud de seguidores homosexuales es solo uno de los elementos de la base de fans del concurso, la cual incluye a muchos homosexuales, que bromean que Eurovisión les ha enseñado lo que significa estar en las márgenes.

Conscientes de la exposición que el concurso ofrece, artistas, cadenas nacionales, quienes en algunos casos seleccionan a sus participantes, y las naciones lo usan como una manera de influenciar a la opinión pública.

Este año la programadora nacional de Francia envió a un cantante francés-israelí llamado Amir, lo cual es significativo a la luz de crecientes sentimientos antisemitas y una serie de ataques terroristas de alto perfil.

La cadena rusa también parecería querer enviar un mensaje. Tal vez para distanciarse de las notorias leyes anti-gay del país.