Protesta social y derecho penal
La protesta social no es un asunto nuevo y, salvados algunos precedentes más remotos, se pueden ver manifestaciones suyas a mediados del siglo XIX con motivo de las inconformidades evidenciadas en Europa tras la revolución industrial. Lo mismo sucedió en nuestro país donde se expresa hacia los años cincuenta del mismo periodo y a lo largo del siglo XX; por supuesto, en el actual lapso se ha incrementado como lo evidencia lo ocurrido durante los últimos meses, jalonado por la crisis del llamado Estado de bienestar que ha llevado a un mercado fundamentalista en el marco de un neoliberalismo a ultranza, a partir del cual se edifican –en parte– la crisis social y el descontento.
En cualquier caso, ese derecho es connatural al Estado social y democrático de derecho por lo cual no se concibe una organización social –así rotulada– que no lo respete; por eso, jamás su ejercicio puede configurar un ilícito máxime si el modelo de organización social se afinca en el respeto al principio de la dignidad de la persona humana. De ahí que las conductas constitutivas de protesta social deban ser prohijadas, porque según el artículo 37 de Constitución Política, “toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente”; y “solo la ley podrá establecer de manera expresa los casos en los cuales se podrá limitar el ejercicio de este derecho”.
Cosa distinta sucede cuando con ocasión de ella se incurre en excesos o se utiliza para emprender comportamientos que ponen en peligro o lesionan los bienes jurídicos tutelados por la ley penal. En estos casos es necesario examinar esas actuaciones de cara a verificar si ellas son o no punibles sin que, a priori, se pueda afirmar que todas lo son; naturalmente, se debe investigar cada caso y someterlo al tamiz propio de los juicios emitidos para verificar si se presentan o no las categorías del delito, esto es, conducta, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad, sin olvidar que cada una de esas valoraciones tiene una cara positiva y otra negativa. En otras palabras: cuando se estudia una actuación como las mencionadas, el ejercicio dogmático propio de la teoría del delito es el mismo que se lleva a cabo en relación con cualquier otro actuar u omitir y, como es obvio, todos los límites al empleo de la potestad punitiva del Estado –desde el punto de vista formal y material– deben ser muy tenidos en cuenta.
Ahora bien, si se aborda el contenido del Código Penal se encuentran dos tipos de descripciones típicas que pueden ser realizadas por los particulares en estos ámbitos: unas, que versan directamente con la protesta social, para el caso la perturbación en el servicio de transporte y la obstrucción de vías públicas; y otras que, si bien no se refieren a ese fenómeno en particular, sí entran en cuestión porque se pueden realizar cuando se desbordan los límites del ejercicio de esa prerrogativa ciudadana o, con ocasión de él, se urden otras acciones desvaloradas en forma negativa. Piénsese, verbigracia, en las de lesiones personales, homicidio, daño en bien ajeno, hurto, extorsión, constreñimiento ilegal, secuestro, incendio, concierto para delinquir, terrorismo, etc. Es más, fuera de las anteriores expresiones también los servidores públicos –al reprimir las protestas y desconocer los límites legales y constitucionales– pueden realizar diversos atentados: secuestros, privaciones ilegales de la libertad, lesiones personales, homicidios, violaciones, desapariciones forzadas, etc. Para hacer referencia a estas últimas, se debe recordar que durante las últimas semanas la Fiscalía General de la Nación admite 129 casos de desaparecidos.
En cualquier caso, pues, lo que se impone es un urgente llamado a la racionalidad para que la protesta social se ejerza de forma pacífica y sean rechazados los criminales que, muchos de ellos de forma sistemática y organizada, aprovechan esos escenarios para ejecutar graves actos vandálicos, violar los derechos humanos, o tratar de atraer incautos a sus nefastos proyectos autoritarios