Columnistas

QUE LA DIFERENCIA NO LA MARQUE ÚBER

20 de enero de 2020

Es muy difícil decir algo nuevo y distinto en la intensa discusión de estos días sobre el servicio tradicional de transporte público en taxis y el que ha venido prestando Úber, ahora en vísperas de suspenderse por decisión de la Superintendencia respectiva. Este ha sido tema central de las tertulias matutinas de la radio, con la intervención de una legión de nuevos expertos, panelistas muy bien documentados, ponentes encarnizados y, como algo ya normal, una presencia insignificante de los simples usuarios, los pasajeros, que no deberíamos ser convidados de piedra en los debates. El recurso de la consulta popular ha sido ignorado una vez más, cuando de lo que se trata es de estimular decisiones que beneficien al común de los ciudadanos y no sólo a los protagonistas del negocio.

Como chofer de familia con experiencia de más de medio siglo me he sentido forzado, por obra de los disparatados experimentos de ingeniería social impuestos en Medellín, a reducir la conducción de automóvil particular. Los tacos insoportables, la estrechez de las vías por la construcción de estéticos pero inútiles senderos peatonales y ciclorrutas por donde apenas pedalean unos cuantos ciclistas, hacen que muchísimos transeúntes motorizados o de a pie acabemos por catalogarnos como acosados, arrinconados, constreñidos, violentados en nuestro derecho a la libre movilización.

La opción de viajar en taxi es ineludible. Y dejo constancia de que tengo muy buena impresión sobre la inmensa mayoría de los taxistas de nuestra ciudad. Son señores respetuosos, competentes, conocedores del entorno urbano y las direcciones, así a veces abusen de la velocidad y no les bajen volumen a las tandas de vallenatos y ruido parrandero.

Úber no sería más que un servicio adicional de transporte público, una novedad que ofrece el valor agregado de la tecnología informática y la comodidad, si no hubiera sido porque, digámoslo con respetuosa franqueza, buena parte del sistema tradicional de taxis se quedó rezagado, cuando le es urgente actualizarse en tiempos en los que, por ejemplo, ya se inventaron los taxis aéreos, como acaba de verse en la descrestadora feria de innovaciones Ces de Las Vegas.

Nivelar ambas modalidades, legalizar con exigencias laborales y de seguros a Úber y modernizar con criterios de calidad y eficiencia a los taxistas y sus empresas (y de hecho varias muestran ya excelentes resultados) son condiciones que podrían haberse establecido si la lentitud y el desánimo con que suele responder el Estado paquidérmico no hubieran dejado que el conflicto cogiera ventaja. Un Estado que, en sus diversos niveles, debería pensar primero que todo en el ciudadano, en el usuario, objetivo primordial de cualquier tipo de servicio público, para fortalecer un régimen de libre competencia. Que Úber no marque la diferencia.