Que los niños se acerquen al arte
Entre los recuerdos de infancia que llevo más cerca de mí están las visitas a museos junto a mi padre. No eran solamente para a ver cuadros y estatuas. Mi papá preparaba el paseo envolviendo todo en un aura de misterio y aventura. La visita se volvía la gran experiencia de ir a meterse dentro de un cuento y verlo vivo, en un penetrable de Soto había un fantasma, por el museo corría una momia que había escapado de su sarcófago o íbamos a ver el lugar en el que había vivido un rey o el retrato del pintor que se cortó la oreja.
Los domingos veíamos conciertos en La Televisora Nacional Canal 5. Más que dilucidar sobre la calidad del director o la precisión de la orquesta, cuando enfocaban a los músicos yo tenía que identificar el instrumento. De la música salía un cuento como el del Sueño de la Noche de Aquelarre de Berlioz, más de una vez llegué a pensar que esa noche saldrían las brujas. Cuando transmitían Óperas, a medida que la representación avanzaba me iba contando y yo hacía mil preguntas, ¿cuál es Scarpia? ¿Qué va a hacer ahora? Turandot me encantó por el juego de las adivinanzas de las que dependía la vida de Calaf y porque su final era menos trágico, sol, vida y eternidad.
Estas actividades eran cortas y jamás obligadas. Entre los cuentos que me contaban antes de dormir se mezclaban los personajes de la historia del arte. Yo no crecí pensando que la cultura era algo que me iba a hacer mejor o más digna de nada, ni la reflexión era inducida o moralista, simplemente era parte de la vida, algo que me unía a mis padres.
Los griegos eran monstruos y héroes. Los egipcios todo el misterio de las momias, los sarcófagos y las grandes pirámides. En la tele veíamos los acueductos romanos y como mi papá era ingeniero me contaba cómo hacían para llevar el agua. Lo mismo pasaba con las catedrales y su gran cuento, como el de Saint Denis que luego de su martirio tomó su cabeza y caminó hasta el lugar dónde habría que enterrar a todos los reyes de Francia.
Leonardo fue otro gran personaje que conocí junto a mis padres. No solo era pintor, era arquitecto, y diseñó alas y cañones. Leonardo sin saberlo fue haciendo para mí una máquina del tiempo. Y de tanto usarla me decidí a estudiar Historia del Arte.
Velázquez, Goya, Rembrandt, Rubens, retratos, caras, realeza, reyes, anatomía, sensualidad, melancolía, horror. El impresionismo cargado de flores, de escenas brillantes, de la emotividad del color, de la gloria de la naturaleza y el culto a su luz. El arte abstracto, Kandinsky, Pollock o Miró, en cada obra un espacio de juego, terreno para la búsqueda de un lenguaje propio. Las caras largas de Modigliani, el pájaro en el aire de Brancusi. Los gordos de Botero. Nunca mis padres han dejado de exclamar ante estas maravillas. La sorpresa no se acaba nunca, y uno siempre descubre algo nuevo.
Me enseñaron que hay un sueño en el pelo de serpientes de Medusa, en Hércules cargando los cielos, en las naturalezas muertas de Cézane y en las bailarinas de Degas, por eso los museos son la morada de héroes, villanos, guerreros, brujas, hadas, contados con un elemento que los une: la belleza. Pero existe aún el paradigma de que acercar los niños al arte es una pérdida de tiempo, que es aburrido y serio, que es un mal uso del tiempo y del dinero.
El arte es la herramienta fundamental para la vida, permite soñar, estimula la creatividad, abre la mente y da paso al ejercicio humano de la reflexión. Es una ventana al mundo, esencial para enseñar a los niños a vivir entre seres humanos, pero más aún para enseñarles a vivir consigo mismos pues forja identidad, pertenencia y da alas. Es la sal del mar sobre el que flota la isla que serán.
El arte nos acerca a los niños mirándonos de alma a alma, sin ceremonias ni excesiva seriedad. Hay que dejar que los niños se acerquen al arte, pues no basta con enseñarles a hablar con palabras, tenemos el deber de enseñarles el lenguaje del pensamiento y del alma.