Quien no lee ni escribe, no enseña a leer ni a escribir
Sembrar el hábito de leer no se consigue con una receta de oficio. Como a las cosas importantes que se aprenden en la vida, se llega por efecto de la seducción, del antojo. Por eso la mejor fórmula que puede utilizar el maestro para iniciar la lectura en sus estudiantes es siendo él mismo un asiduo lector. Pero si esto podemos decir del hábito de la lectura, mayores razones tenemos para antojar la aventura de la escritura, no sólo de la escritura funcional -la que usualmente alcanzamos-, sino de la escritura que construye, que abre horizontes, que potencia el conocimiento de sí mismo, la escritura personal.
Los maestros, igual que los estudiantes, usualmente, sólo leemos y escribimos en la escolaridad. Lo lamentable es que la generalidad se apunta a que, una vez egresados del programa universitario, ya leyó y escribió lo que era preciso. Si pudiéramos traducir en cifras el porcentaje de los que siguen leyendo y escribiendo, el dato sería sorprendente y desalentador. Como nuestros pupilos, estamos cobijados por el sentido de utilidad que se ha privilegiado de la lectoescritura. Para alumnos y maestros, leer y escribir son dos prácticas meramente funcionales para acceder al currículo y a la cultura, que nos piden expresarla de forma escrita, a través de un examen, en el caso de los estudiantes, y de un informe o registro de programas realizados, en el caso de los docentes.
Sin que se convierta en una disculpa, la ausencia de una disciplina de lectura y escritura en el maestro tiene que ver también con la trampa en la que nos atrapa la lógica tecnocrática administrativa que, con la colonización del tiempo escolar, nos reduce a lectores de normas, decretos y orientaciones de carácter preceptivo. Y cuando escribimos, no hacemos más que transcribir los pasos precisos y abreviados que nos llegan desde la administración central, sin ningún matiz personal.
Es difícil que los alumnos disfruten de la lectura y la escritura cuando sus maestros son ajenos a estos hábitos. Por supuesto, nos ha ocurrido con frecuencia en la docencia, que los estudiantes van más allá de las pretensiones de sus maestros, incluso, muchas veces, por encima de las cortapisas que les ponemos al paso. Qué tal que así no fuera. La pedagogía precisamente se renueva porque los alumnos sobrepasan a sus maestros. Pero lo deseable es que quien está inserto en un proyecto de estas pretensiones, también lea y escriba. Esta es la primera garantía para empezar a desatar procesos exitosos en este propósito.
El factor que más pesa en el aprendizaje de la lectura y la escritura es el acompañamiento de mentores que transmiten su gusto por la literatura. Por eso los mejores maestros en esta disciplina son los que demuestran personalmente lo que significa el placer de leer y escribir. Sus posibilidades de impacto no provienen de los libros escolares ni de los planes de clase, sino del hecho de que ellos son lectores y escritores.
Al maestro le corresponde “establecer la tónica”. Y la tónica la da con lo que hace, más que con lo que dice. Tiene que hacer escritura y compartirla con sus alumnos. Así, los alumnos tienen la oportunidad de vivir, trabajar y aprender junto a alguien que disfruta sus modos de leer y escribir. Esta condición no es entonces un matiz deseable. Es la garantía de éxito, lo uno, para formar ciudadanos lectores y escritores. Y, lo segundo, para la consecución del perfil necesario en su posibilidad de innovar: el maestro investigador.