Columnistas

Rasgar las investiduras

17 de abril de 2019

La religión es, tal vez, la forma más visible del pensamiento mágico en Colombia –templos por doquier, vírgenes de carretera, crucifijos en pecho, persignaciones en las metas deportivas–; no obstante, su derivado menos sutil, la idolatría, no es exclusivo de creyentes: la marca de la religión es evidente en la configuración de nuestro pensamiento, aún en el de quienes nos reconocemos ateos o agnósticos. Asumimos y defendemos a los líderes políticos como si fueran divinidades.

¿A cuál lugar del cerebro llegan las ideas políticas? ¿Alcanzan a configurarse como ideas?

Contrario a lo que muchos piensan, no se trata de una práctica de los llamados “extremos”. Los hechos recientes evidencian que la idolatría no es exclusiva de la Derecha de Álvaro Uribe ni de la Izquierda de Gustavo Petro: parte de la reacción ante la nulidad en la elección de Antanas Mockus, a quien políticamente se le clasifica en el rango de “centro” o “tibio”, dice mucho de la irracionalidad a la hora de rodear a un líder.

Sí, varios congresistas siguen ocupando su curul a pesar de nadar en investigaciones y por asuntos muchísimo más graves que ser el representante legal de una ONG que contrató con el Estado. Sí, hacía apenas un mes, el Consejo de Estado había fallado en favor de Mockus un proceso de pérdida de investidura. Sí, Opción Ciudadana, antiguo PIN, símbolo de corrupción y vínculos paramilitares, está detrás de la demanda de nulidad. Sí, la coincidencia entre la nulidad en la elección de Mockus con el triunfo de Claudia López como candidata a la Alcaldía de Bogotá por el Partido Verde deja una sensación de oportunismo en la decisión del Consejo de Estado (más si se tiene en cuenta que nadie sanciona a Marta Lucía Ramírez: elegida vicepresidenta por el Centro Democrático estando inscrita en el Partido Conservador, lo cual configura doble militancia, prohibida por la Ley 1475 de 2011).

No voté por Mockus para el Senado ni comparto algunos de sus actos simbólicos: el elefante nupcial, por ejemplo, me pareció desafortunado. A quien respeto profundamente es al profesor, al líder político de los talleres de ciudadanía: aquellas personas que invocan la superioridad de Mockus tal vez no lo han escuchado con atención. Más allá de su reciente comunicado público, respetuoso de las instituciones así como de sus votantes, en la médula de su discurso está el diálogo horizontal, entre ciudadanos.

Reconocerse como “decente” o “faro moral” no dista mucho de autoproclamarse como “impoluto”, “buen muchacho”, “gente de bien”. De “corazón grande”. La superioridad moral que erige altares políticos es un discurso peligroso que raya con el pensamiento mágico, atribuye a seres humanos características y poderes sobrenaturales ajenos a nuestra fragilidad.

En consecuencia, el martirio político (se trate de inocentes y/o de culpables) se convierte en una suerte de ascensión o resurrección. Basta con evocar cada calvario de Gustavo Petro o la “justicia divina” que acompaña al “flagelado” Alejandro Ordóñez. Que “mi Dios nos coja confesados” con Andrés Felipe Arias.

Veremos qué pasa con los recursos a los que apelará Mockus. Y si decide lanzarse a un nuevo cargo por elección.

En la política colombiana no hay que crucificar hombres para convertirlos en dioses: basta con rasgar investiduras.