Columnistas

Rebaño (no) inmune

01 de abril de 2020

La pandemia supone una paradoja: estamos confinados y, a la vez, tenemos a medio planeta metido en la casa.

El teletrabajo implica que, a través de una cámara, clientes, editores, alumnos y colegas —o millones de televidentes, para quienes transmiten en grandes cadenas— accedan a la cotidianidad de nuestra vivienda. Mientras que Jessica Lustig, editora de The New York Times Magazine, relató en un podcast lo que significa cuidar en la casa a su marido infectado con covid19; The Economist publicó la “Etiqueta de la videoconferencia”, una serie de recomendaciones de cómo dar la impresión de pulcritud en nuestro hogar, y evitar escenas que revelen falta de “control doméstico”, como hijos correteando a los gritos o empegotados de chocolate. En la primera de las transmisiones diarias por Facebook live para el programa de Blu radio en el cual trabajo, la única observación que los productores hicieron sobre mi biblioteca, lugar desde donde emito, fue: “Quítate el sombrero, ese que cuelga a tus espaldas”.

No obstante, entre los efectos de las medidas para conservar cierta “normalidad” en plena pandemia, el ingreso de extraños a mi cotidianidad no me inquieta tanto como la invasión de mi privacidad. La tecnología que hoy nos protege y vigila es, a su vez, una potencial amenaza para las libertades ciudadanas.

El recién citado semanario británico explica que, en la actualidad, las herramientas tecnológicas se dividen en tres categorías: de documentación (sobre todo en cuarentena), para establecer dónde está la gente, de dónde viene y cómo progresa el virus en su organismo; de modelado: recopilación de datos para entender cómo se expande el contagio; y de rastreo de contacto: identifica quiénes se han acercado a infectados plenamente detectados.

Hong Kong usa WhatsApp mientras que Corea del Sur personalizó una aplicación con alarmas para las autoridades en caso de extravío de ciudadanos confinados (al 21 de marzo, 42 % de los 10.600 pacientes en cuarentena, usaban la app). Taiwán rastrea a las personas en cuarentena usando la información de sus celulares: si detectan a alguien fuera del confinamiento, le envían un mensaje de texto y alerta a las autoridades. Olvidar o perder el celular acarrea multas y hasta prisión.

Esta privacidad personal compartida sonaría apenas justa si consideramos los riesgos de contagio y de colapso de los sistemas de salud, pero el asunto se complica puesto que los celulares no solo les proveen datos a los gobiernos, sino que estos a su vez los pueden suministrar a terceros.

Dejemos a Asia quieta: en Alemania, la Deutsche Telekom les ha proporcionado información al Instituto Robert Koch y a la agencia gubernamental de salud, en una forma agregada que no identifica individuos.

La Superintendencia de Industria y Comercio autorizó a los operadores de telefonía móvil y la Asociación de la industria móvil de Colombia, para proveer los datos personales al Departamento Nacional de Planeación y demás entidades estatales, con el fin de adoptar o implementar las medidas necesarias para prevenir, tratar o controlar la propagación del coronavirus y mitigar sus efectos.

El afán de salvar vidas altera —obligatoriamente— las nociones de lo público y lo privado (espacios físicos, espectros, dispositivos...).

Me quito el sombrero ante la tecnología y sus posibilidades de salvarnos; pero sospecho que estas decisiones de emergencia nos pesarán en las espaldas: todos seremos rebaño, nadie saldrá inmune