Columnistas

Sangre en las canchas

02 de diciembre de 2014

La violencia es la cara oculta del instinto de supervivencia. La otra, la inteligencia, requiere tesón y esfuerzo y no está al alcance de cualquiera. Los hombres han tenido que recurrir a la fuerza desde tiempos ancestrales para prevalecer sobre el resto de especies y sobre sí mismos.

Desde la edad de las cavernas hasta hoy, cualquier periodo de escasez ha sido motivo suficiente para desatar revoluciones sangrientas o guerras encarnizadas y cualquiera de abundancia, utilizado para preparar la siguiente batalla. «Si vis pacen parabellum», («Si quieres la paz, prepárate para la guerra»), decía Julio César.

Hoy vivimos tiempos de paz, pero la violencia sigue latente. Agazapada en un rincón a la espera de una mecha que prenda su locura. Se manifiesta cada día frente a nuestras narices en la decapitación de rehenes a manos del Estado Islámico, del maltrato a las mujeres y niños, del racismo o de los carteles del narco y las bandas criminales.

Los ciudadanos honrados pagamos con nuestros impuestos la seguridad policial que debería hacer innecesaria nuestra respuesta ante la amenaza de los violentos. Pero a veces no es suficiente, como en México, y debemos recurrir a nuestro derecho a defendernos. Sin embargo, y en términos generales, la violencia es hoy una expresión irracional. Un instinto demasiado primario como para ser ejercido sin control.

No hay hombres violentos o pacíficos sino hombres capaces de atemperar sus impulsos o de comportarse como animales. Y entre estos últimos, los más estúpidos son los ultras del fútbol, convertidos por el cerebro primitivo de estos seres en la punta de lanza de su territorio contra las aldeas rivales.

En una especie de recreación de las antiguas guerras entre condados y señoríos, miles de energúmenos enciclopédicos del mundo se citan cada domingo en los estadios para zurrarse.

Todo comenzó en Inglaterra. Fue en las ciudades industriales inglesas donde la marginalidad en la que cayeron miles de damnificados por el cierre de minas y factorías durante el «thatcherismo» originó el fenómeno. Esta horda de desocupados encontró en el fútbol la válvula de escape para dar rienda suelta a toda su frustración.

Corrían los años 70. El «hooliganismo» empezó como un fenómeno local hasta que los hinchas ingleses comenzaron a sembrar el terror por Europa en los 80. La fortaleza de la libra les permitía viajar para emborracharse y pelear barato por el continente. Nace la violencia como forma de ocio. En 1985, la televisión narró en directo la primera batalla campal de la historia. Con 14 años pude ver cómo 39 hinchas morían en el estadio de Heysel, donde Juventus y Liverpool disputaban la final de la Copa de Europa. La mayoría de las víctimas fueron italianos.

Como respuesta a la masacre, en Italia se disparó el fenómeno ultra. Y de allí a España. Mientras, Inglaterra comenzó a vigilar a sus hordas y, entre medias, nacieron las «barras bravas» en Argentina. Hoy el «hooliganismo» está controlado allá donde nació más que nada por el elevado precio de las entradas (unos 100 dólares de media), pero sigue vivo en el resto del mundo. Sobre todo en Italia y Argentina. Pero también en Brasil, Colombia y España.

El pasado domingo un seguidor radical del Deportivo de La Coruña murió ahogado en Madrid a primera hora de la mañana. El grupo al que pertenecía –«Los Suaves», la corriente más bestia de los ultras «Riazor Blues»– había quedado a las 9 de la mañana para atizarse con el sector más radical del «Frente Atlético», los «hooligans» del Atleti de Madrid. Tenía 43 años y dos hijos. Y eligió ir a pegarse con unos desconocidos porque su grupo es de ultraizquierda y el otro de ultraderecha. Acabó lanzado al río Manzanares tras recibir una paliza brutal.

Otra muerte absurda con el fútbol de por medio. La violencia no debería tener cabida en los estadios. Ni la verbal ni la física. O desterramos a estos grupos por siempre o los millones de niños que viven el fútbol con pasión acabarán convertidos en bestias o no podrán ir a las canchas. Y si ellos no van, tampoco las familias que los acompañan.

Y al final, como ocurre en muchas partes, solo habrá 22 tipos dando patadas a un balón mientras en las gradas unos pocos descerebrados se matan a palos. ¿Quién quiere ver eso?.