Columnistas

Seguridad, a la venta

03 de septiembre de 2018

En entrevista con la revista mexicana Proceso, un miembro de la asociación criminal conocida como La Oficina hace explícito que organizaciones como la suya son proveedoras de seguridad, de distinto tipo, en contextos cada vez más englobantes. El esquema de seguridad que presenta tiene repercusiones tenebrosas sobre la vigencia del Estado de derecho en Colombia.

Estos grupos se paran como reguladores de territorios y campos de actividades. Lo hacen porque las autoridades están ausentes o porque logran neutralizar su actuación. Los mercados ilegales fueron su punto de ingreso; no obstante, de manera expansiva, su actuación se irradia a otros ámbitos. Su oferta de seguridad parte de la instalación de un ambiente inseguro, que ellos mismos garantizan. La lógica es claramente circular y tramposa.

Los “servicios de seguridad” de La Oficina y de otros grupos de esta naturaleza se brindan en todo el país, y no sólo en contextos urbanos. Ante el déficit de seguridad pública, empresas legales e ilegales apelan, bajo distintos márgenes de voluntariedad y de grado, a la brutal efectividad de la violencia como marco de protección para sus actividades. Escabrosamente, encuentran en el bajo mundo, la protección, la confianza y el amparo para desarrollar sus negocios.

La seguridad como mercancía o como producto para la venta es la demostración de la podredumbre del poder público. La regulación mediante la violencia es connatural al desempeño de mercados ilegales, pero no debería serlo en el marco legal. Su tolerancia e implantación en actividades legales deberían preocuparnos. Consideren, por ejemplo, la normalizada práctica de pagar vacuna para que “no pase nada” en las rutas de distribución de gaseosas y cervezas; o los pagos escondidos que las empresas de transporte hacen en zonas rurales y urbanas para controlar una ruta. Estas prácticas son tan cotidianas y extendidas, que nos parecen normales.

Sin embargo, cada uno de esos pagos abre un boquete en la gobernabilidad y en el ejercicio del poder público. Cada uno de esos pagos confirma que la seguridad no es pública, sino que está para la venta. Cada uno de esos pagos confirma la debilidad o la complicidad de las autoridades. El plan pague-por-seguridad está interiorizado en la operación de muchas empresas. Puede ser que no les guste, ni que lo promuevan, pero lo toman como un dato de la realidad, inevitable, y, así, lo practican.

Además de asegurar (a punto de plomo) el cumplimiento de las reglas de juego de los mercados, estos esquemas de violencia coercitiva se implantan en todos los asuntos de la vida social. El relato del miembro de La Oficina es diciente: “Gran parte de la comunidad está con nosotros porque llenamos vacíos que deja el Estado. Damos seguridad, actuamos contra violadores, resolvemos diferencias entre las mismas familias...”. La brutal efectividad de la violencia extiende sus tentáculos al proceder diario de comunidades enteras, como si nada. La pérdida social es inmensa, entre otras, porque el miedo termina regulando las relaciones.

Se dice poco sobre la seguridad que se vende. Todos saben que es así, y no pasa nada. A golpe de cobros, pagos, chantajes y violencia, la seguridad se convirtió en merca. Ante la ausencia del Estado o su complicidad, grupos como La Oficina han implantado esquemas de cobro por protección que tienen hondas repercusiones en la vida pública y privada del país. Los responsables no sólo son los de los alias....