SEGURIDAD Y DESARME
En la medida en que progresan las conversaciones en La Habana, partiendo del supuesto que están avanzando en la dirección correcta, surgen responsabilidades para las instituciones y la sociedad en general. Una de ellas es pensar propositivamente sobre la implementación de los acuerdos, las normas legales y procedimentales que ellos exigen, las fuentes de los recursos necesarios y, sobre todo, las directrices y formas propiciatorias de la reconciliación.
Aspecto importante dentro de tal contexto es el de la seguridad, y dentro de ella, la influencia de las armas.
En una conferencia sobre ello, hablaba de tres enfoques o estadios que podrían constituir pasos de un proceso: el de las Farc, como condición sine qua non para que puedan ejercer plenamente sus derechos políticos; el de la sociedad, como ambiente propicio para el cambio social; y de los espíritus, como meta propiciatoria de la nación que aspiramos ser.
Mi primera posición conceptual es que si bien el arma per se no es responsable de la inseguridad, el desarme sí es una contribución concreta a la seguridad. Las armas no generan violencia, porque no tienen ni voluntad ni libre albedrío. Son herramientas potenciadoras de la capacidad de daño, y en tal calidad pueden ser instrumentos de inseguridad o de seguridad. Este es el caso de la legítima defensa personal o de las instituciones, cuando cumplen con sus funciones constitucionales en el marco del Estado de Derecho.
En el enfoque más próximo, las Farc y el Eln han creído y aplicado juiciosamente la idea de Mao Tse Tung, de que “el poder nace del fusil”. Consecuentemente, han subordinado la palabra a las perspectivas que las armas les otorgan. Los diálogos en La Habana permiten pensar en una inversión en la que el fusil pasa a actuar en apoyo de la palabra. Ojalá sea así, pues aunque sigan pensando que sin el fusil su capacidad persuasiva y negociadora resultará limitada, será un paso importante hacia la comprensión de que las armas serán obstáculo para la palabra, en el ejercicio de la dialéctica en el juego democrático. Entre tanto, la Fuerza Pública deberá ser contundente en el campo de combate y efectiva en la negación de oportunidades bélicas al contrincante. Esa será su mejor contribución a la posición negociadora del gobierno y aceptación de sus argumentos.
Alcanzados los fines de este primer escenario, será posible el debate sobre el desarme de nuestra sociedad. Debemos, entonces, decidir, entre el porte de armas, como derecho de autoprotección y legítima defensa, y la prohibición de ellas, como medida de prevención para disminuir el riesgo. En la actualidad la Constitución (artículo 223) le otorga al Estado el monopolio de las armas, pero diferentes circunstancias, como la producción y venta, la importación legal y el mercado ilegal hacen que tengamos más de un millón de armas en manos de particulares.
El tercer estadio previsible es el del desarme de los espíritus. Requerirá el acertado diagnóstico sobre los factores generadores de violencia y las motivaciones de sus agentes. Exigirá una sociedad más justa, con correcciones en las condiciones de inequidad y pobreza. Exigirá modificaciones profundas en los sistemas de justicia y educativo, como transformaciones en las prácticas políticas y en los medios generadores de opinión. Será el gran reto de las generaciones futuras.
Suficiente reto para quienes tenemos el título de colombianos es recrear las condiciones para salir exitosos del primer escenario y definir si, para nuestra idiosincrasia, más armas representan más o menos seguridad.