Columnistas

SEMANA DE PASCUA

03 de abril de 2016

La resurrección de Jesús trae una novedad a veces no percibida por nosotros, dedicados a discusiones sobre el país y a los negocios; a la seguridad, la búsqueda intelectual, el arte, la diversión, o simplemente a sobrevivir; o más entrañablemente a la familia y las amistades. Tratando de aprovechar lo corto de la vida, de ser estoicamente decentes hasta el final, o de dejar la memoria de haber dado todo por una causa noble.

Ahora bien, el mensaje de la resurrección acoge la gravedad de estas búsquedas y pone un elemento de seriedad radical al establecer, en la fe, que el valor vivo de cada mujer y cada hombre no está circunscrito a los años que tengamos cuando nos llegue la muerte. Porque Jesús resucitado supera la última frontera, y nos da la garantía de que cada uno de nosotros es importante para siempre. Aunque no podamos especificar ni imaginar la forma como se perpetuará nuestra existencia.

La afirmación así de la importancia personal de cada quien da origen a una ética de respeto y cuidado por los demás y la naturaleza, y fundamenta la reconciliación. Porque, como suelen captarlo mejor las mujeres, en este valor que somos, dependemos los unos de los otros, y somos responsables de la vida que nos origina, nos entorna y nos une en sociedad y en el sucederse de las generaciones. La toma de conciencia de esta responsabilidad individual y colectiva la ganamos en la diversidad de lugares y circunstancias en los que se da el camino que trasegamos, entre preguntas, alegrías y dolores, aciertos y equivocaciones.

De esta radicalidad cristiana por el valor personal surge la exigencia de garantizar a todos las condiciones de la dignidad, pues hemos sido tomados seriamente y amados desde siempre y para siempre. Por eso son tan absurdas la guerra y la fabricación de armas y la proliferación del irrespeto y del odio. Por eso es torpe que no reconozcamos errores y pidamos perdón. Pues aunque nosotros construimos en la fragilidad nunca dejamos de ser llamados a un reconocimiento perenne y a una comunidad ineludible y definitiva. Por eso es comprensible pero torpe que no nos perdonemos.

Por eso el cristianismo ve en la fraternidad humana personal y social, profunda y vulnerable, construida por encima del temor y de las desconfianzas, la manifestación del valor que seremos definitivamente. Y pone la fuerza en la misericordia, pues la resurrección significa que hay un Misterio de Amor que nos toma desde dentro de nuestra condición falible, nos comprende y nos espera para siempre.

Es cierto que sin esta perspectiva y sin creer en la resurrección se puede ser buen ciudadano. Pero es obvio que esta raíz profunda de nuestra tradición cristiana da confianza y energía para construir juntos este país, para volver a creer en nosotros mismos y para mantener viva la esperanza .