Columnistas

11 de agosto de 2016

Hubo un tiempo en el que la prensa colombiana mencionaba diariamente a las Farc: un atentado por aquí, una masacre por allá, un secuestro masivo en otro lugar. Las Farc estaban llenándonos de miedo, nos estaban destruyendo como país. Cuando llegaron las negociaciones del Caguán, mi padre estaba vivo y yo era un adolescente. Le pregunté si con esta negociación al fin llegaría la paz a Colombia. Mi padre aprovechó un semáforo en rojo en la avenida San Juan, me miró y me dijo: “¡Ojalá! Colombia ha vivido tanto tiempo en guerra, hemos malgastado tantos años en esto que ya es justo que vivamos por fin en paz. La paz cuesta mucho, hijo, pero la guerra cuesta más, mucho más. La paz nos pone a prueba como seres humanos y hay seres humanos, paradójicamente, que no les interesa que se acabe la guerra, se quedarían sin discurso, ya no tendrían a quién más echarle la culpa de sus miedos, de sus intereses, de su desazón”.

El semáforo cambió y yo nunca olvidé esas palabras. Luego mi padre murió y la paz que estaba buscando Andrés Pastrana nunca llegó, pero al menos él murió creyendo que las nuevas generaciones podrían vivir en paz. Colombia entró nuevamente en el limbo, la gente perdió la esperanza y se adaptó más que antes a la guerra. Ya era normal escuchar frases como: “Siempre viviremos en guerra y tenemos que acostumbrarnos”, “las cosas no van a cambiar”, “este país es así y punto”, cosas propias de gente que decide morirse en vida, que se adapta con una terrible facilidad a la miseria y es capaz de eliminar de su vida que un país como el nuestro pueda dejar de ser corrupto, vengativo, violento, pueda vivir algún día en paz.

A veces hay que creer más de la cuenta, no hacer tantos cálculos ante una buena causa que, sin lugar a dudas, cambiaría drásticamente nuestra forma de vivir. A veces, por más rencor que tengamos, por más justicia que queramos, por más cárcel que se merezca un delincuente, hay que mirarlo a los ojos y decirle: Te creo, darle todas las oportunidades posibles para que cambie. A veces es mejor vivir agotando todas las esperanzas hasta que se agote el discurso de aquellos que prefieren ver ajusticiados a quienes nos han causado un dolor profundo.

Yo no olvido esa escena de “Los miserables”, donde monseñor Bienvenu le da una lección de humildad y perdón a Jean Valjean, un ladrón que cambia por la bondad de un hombre. A veces, cuando hacemos ciertas concesiones ante personas que piensan muy distinto a nosotros, cuando hacemos que el otro supere sus miserias, estamos fortaleciendo nuestro carácter, estamos demostrándole al otro que su condición no me corrompe, al contrario, amplía mi bondad y mi deseo de creer. Por esta razón, yo cierro mis ojos, no para no ver lo que pasará con nuestro proceso de paz, sino para sentir que la vida en Colombia puede ser distinta, ya lo está siendo, y se siente muy bien. No más guerra, bienvenida la paz y la vida. Bienvenido ese SÍ que me ilusiona