Columnistas

Simulando la Democracia

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04 de noviembre de 2016

La participación manipulada en el pasado plebiscito no fue ninguna novedad en nuestra historia electoral. Como en otros eventos, fuimos inducidos por los políticos, los medios de comunicación y las encuestas de opinión. Esa fue otra señal de cuál es nuestro concepto y vivencia de la democracia. Con hilos de argumentos tendenciosos nos utilizan como marionetas, que actúan para intereses oscuros que finalmente no entendemos. La publicidad negra diluyó nuestra racionalidad.

Nos han instruido en la democracia, pero nos han entrenado también para la docilidad, para ser borregos. Cada cita electoral es una clara demostración de esa práctica. En la Cátedra Medellín/Barcelona le escuché a Carlos Gaviria Díaz: “Entrenamos en la destreza de simular la democracia”. Nos construyen una fachada de la democracia, pero la pretensión es alcanzar el aval de los votantes para garantizar intereses de grupos privilegiados. Pero la democracia real es la escena donde los individuos y la sociedad ejercen la ciudadanía plena.

Tampoco es un reto nuevo para la sociedad colombiana y, en particular, para los estamentos educativos, desde los hogares hasta la escolaridad en todos sus niveles. Persiste intacta una deuda para formar sujetos democráticos. Algunos dirán que desde tiempo atrás es asunto medular de los proyectos educativos institucionales. El error que cometemos en la escuela es formar “para” la democracia -ceñida al derecho a votar-, pero no “en” la democracia, formamos para la ciudadanía, pero no en el ejercicio de la ciudadanía. Formamos para la democracia representativa, pero no para la democracia participativa. Formamos para la aceptación sumisa de la voluntad de los elegidos. Pasamos por alto que, igual que la lengua se aprende hablando, la ciudadanía y la democracia se aprenden ejerciendo la ciudadanía y la democracia; es decir, que la democracia, la autonomía y la ciudadanía no son asuntos de instrucción, sino que se viven, y en esa medida son atributos que quedarán aferrados a los modos de vida. No son aprendizajes que se dan dentro de prácticas abstractas, sino aterrizadas en la vida escolar, dando pasos contundentes: del autoritarismo a la participación y a la autonomía, de la vigilancia al acompañamiento significativo, de la disciplina a la convivencia ciudadana, del Reglamento al Manual de Convivencia concertado, de la obediencia sumisa a la posibilidad del disenso ético, de las prácticas de selección y exclusión al principio radical de inclusión, de la uniformidad a la diversidad. Tenemos todo el rigor en su definición dentro de los proyectos educativos, pero resulta inútil, porque finalmente regresamos al aferrado celo por la autoridad vertical. Esa formación, más que una asignatura, más que un proyecto de carácter transversal, tiene que ser una forma de vida escolar. Su vivencia en el cotidiano de la escolaridad es la condición fundamental para la configuración de los sujetos íntegros que intentamos entregar a la sociedad.

La ciudadanía no la da el carné que recibimos cuando cumplimos dieciocho años, la conforman los modos democráticos, solidarios y de sentido de colectividad que nos delatan desde la casa y la escolaridad. Se trata, entonces, de construir, a través de la educación, una identidad, no individual, sino susceptible de tener sensaciones de colectividad; formar, no sujetos solitarios, individualidades brillantes, sino sujetos de corazón y brazos abiertos, involucrados con el dolor de otros, capaces de contaminarse de la esperanza de otros; sujetos que construyan pensamiento crítico y tengan la valentía de expresarlo ante sus comunidades.

Solo en un contexto democrático logran desplegar todas sus posibilidades los individuos y los colectivos. Es la democracia y el ejercicio de la ciudadanía los que ponen la escena para que los individuos alcancen el pleno desarrollo humano.