Sin pecado concebida
Querido diario: los noticieros de hoy me llevaron a 1984. En aquel entonces, estudiaba en uno de los tres colegios de monjas católicas a los cuales sobrevivió mi juventud. Cuando salíamos al recreo un tipo solía aguardarnos, allende los muros escolares, envuelto en un gabán. Tan pronto estábamos filadas en el balcón, se desabrochaba el abrigo y exhibía su “miembro viril” (vaya grandilocuencia). Una y otra vez repetía el ritual, mientras los hábitos negros y blancos aleteaban vertiginosos, ahuyentando a las espectadoras del “palco de honor”.
“El procurador Alejandro Ordóñez le solicitó a la Corte Constitucional que no acepte las pretensiones de la demanda que busca que las instituciones educativas impartan una cátedra de educación sexual a niños de preescolar y primaria”, dicen las noticias.
Si yo no hubiese conocido tantas gamas de colegios católicos (religiosas españolas, anglosajonas, colombianas) juraría que aquello del exhibicionista del colegio femenino es un mito urbano.
Cuando el cielo todavía era una promesa para mí, en otro colegio confesional recibí la cátedra de Comportamiento y salud. No nos enseñaron cómo se “hacen los bebés”, sino algo más relevante: ¡cómo no hacerlos! En términos racionales, sin malicia, despojados de sentimientos de culpa, la profesora (laica) desveló ante nosotras el “misterio” de la sexualidad.
Hace unos días, a las 11:00 a. m., escuchaba en Caracol a un sexólogo que hablaba de “etiqueta en la cama”. El profesional sonaba con la ternura de un párvulo si se lo compara con Flavia Dos Santos o con los discjockeys de las emisoras “juveniles”.
¿Nuestros hijos “perderán la inocencia”?
Aplazar la educación sexual significa delegar el conocimiento esencial de la sexualidad a la televisión, el cine, la publicidad, la radio, la internet. (¡Ay, mis amigos de adolescencia y las revistas de Playboy de “sus tíos”!). Esto no tiene nada que ver con la censura: los niños bien informados y acompañados (¿para qué estamos los adultos?) discuten los mensajes. Sin información, los distorsionan.
En una sociedad como la colombiana: machista, hiper-sexualizada, con tasas disparadas de embarazo adolescente, donde “dejar la pinta” es mandato entre varones, la educación sexual temprana no es optativa sino obligatoria.
El debate es muy otro, querido diario. La discusión no gira en torno a la educación sexual temprana sino al impedimento que la misma representa como componente científico (por lo tanto, racionalista) para el desarrollo fluido de la cátedra de educación religiosa. La educación sexual amenaza los fundamentos del creacionismo, la castidad y obediencia de las mujeres, la abstención de los jóvenes.
La educación pública en Colombia (país no confesional según la Constitución del 91) debería propender por la enseñanza de un amplio abanico de religiones en lugar de concentrarse en un adoctrinamiento único y temprano.
La educación sexual y la libertad de cultos desde una edad temprana significan la construcción del libre albedrío: la posibilidad de que los niños se transformen en adultos que elijan con autonomía. ¿Quiero ser madre/padre o no? ¿Quiero ser católica, anglicana, budista, atea?
No es una conclusión inocente, querido diario: al menos el tipo del gabán nunca escondió nada.