SOBRE EL CAFÉ BEBIDO
Estación Pocillo, a la que se le anexa una cuchara delicada, una mesa con un buen mantel, un par de sillas o más (cómodas), un poco de música ambiente, un buen libro quizá (propongo uno de Natalia Ginzburg), alguna lámpara que insinúe una atmósfera de la belle epoque (si el ambiente es romántico, lo que incluye seducciones y complots imaginarios) o simplemente una pared en un buen color y con un cuadro y un ventanal que me diga que estoy en algún siglo. Y una buena disposición (nada de buscar en quien desahogarse) y gente que se siente a conversar con buenas palabras o al menos bien usadas y a convertir las verdades políticas y económicas en motivo de una sonrisa o, como de da el caso, de chiste, porque al café se viene a suavizar violencias (como dice William Rouge, el poeta) y crearse un espacio intermedio entre el trabajo y la casa, a escuchar a otros, ser testigos oidores como lo propone Elías Canetti, y a salir con espacio amable de ciudad, mundos y tiempos buenos en la cabeza.
Ramón Gómez de la Serna decía que el café (el lugar) constituía la vida interna de una ciudad y que ahí se vibraba, aprendía, discutía y reía entre gente que llegaba importante y se convertía, debido al ritmo de las conversaciones, en alguien común y corriente debido a la variedad de temas que se trataban. Josep Plá, uno de sus contertulios, le daba al café (el sitio) la característica de lugar necesario para dejar de ser salvajes. Ya, Joseph Roth, que dio razón de los cafés de Viena y Berlín y del de la undécima musa, hizo de esos lugares un espacio para mentir a gusto y reírse de las mentiras, fundar ciudades y verlas caer, creer en la política y después demostrar que eso no existe, que los países los hace la gente y no lo que se le diga, que D’s pasó por aquí y se burlaron de él, etcétera. Roth, hombre de cafés y hoteles, nunca tuvo casa, pero siempre estuvo en la ciudad. Y Stefan Zweig lo sostuvo sin hacerse aguas.
En las ciudades latinoamericanas (la nuestra, por ejemplo), han evitado el café como sitio para conversar y, salvo Buenos Aires y Montevideo (lo que viene a ser lo mismo), han promovido más la cantina mexicana y el bar gringo, lugares estos de gente que llora y habla poco, mira por encima y se pega a la pared, no sea y alguno le tire por la espalda. Y allí (en lo cantinero o barlesco), si la cosa es grave, se pide otro trago y, al fin, a dormir sobre la mesa. Y entonces, al evitar el café o volverlo cosa de señoras, en nuestras ciudades se produce poca cultura, no se aprende a discutir ni a ser confrontado y, lo más triste, se avala el museo del mal gusto, el despecho y el tener que emborracharse para tratar de olvidar sin lograr nada.
Acotación: Si algo es París, son sus cafés. Y si algo es la avenida Rivadavia, la más larga del mundo, es el Café de los Angelitos. Y se podrían seguir nombrando ciudades y cafés, gente inteligente discutiendo y la ciudad en su trascurrir. Porque el café (el lugar) es para volvernos civilizados y así, a cada café bebido, un logro más de ciudad en el encuentro con el otro.