Columnistas

Sobre el tiempo

10 de abril de 2016

Benjamin Franklin dijo, “¿tú amas la vida? entonces no desperdicies el tiempo, porque esa es la materia de la que está hecha la vida”. Pero cómo definir esa materia es algo que supera al reloj y al calendario. Hay momentos en los que uno se siente eterno e invencible, con la energía propia del adolescente. Otros, en los que nos embarga un sentido de urgencia, como si cayera de pronto todo el peso de la mortalidad. No siempre es fácil de asimilar porque la paciencia en exceso nos puede llevar a la parálisis, a la guillotina que puede llegar a ser una rutina que nos lleva a vivir sin entender realmente por qué vivimos, o para qué. El otro extremo, la impulsividad, nos puede empujar por el abismo del caos, las malas decisiones, el fracaso que no deja experiencia sino un montón de proyectos inacabados que terminan por hacernos sentir inútiles.

El tiempo, eso que compone la vida no es solo un concepto de magnitud física. Es también todo aquello que hemos hecho, que hacemos, que queremos hacer. Los besos que hemos dado, las personas a quienes hemos mirado a los ojos, los errores que hemos cometido, los que hemos reconocido y los que de vez en cuando nos despiertan a mitad de la noche. Las palabras, las acertadas, las que hemos de tragar y todo lo callado. Los pasos andados, los que han sido en falso y los que han requerido toda la firmeza. Libros, películas, cuadros, paisajes, días de playa o de lluvia. Las enfermedades, la energía, la euforia, la tristeza, los abrazos inesperados, las sorpresas, la tragedia anunciada y la que llegó como una patada en seco. Las trasgresiones y la fidelidad inexpugnable. Es también nuestro entorno, los eventos que nos rodean, la fuerza mayor, aquello que se escapa de las manos, desde el cambio climático hasta el desarrollo de la política.

El tiempo, nuestro tiempo, también se define en cómo hemos participado y cómo hemos mirado hacia otro lado. Las veces que hemos puesto la otra mejilla y las que hemos ido a reclamar de alguien el ojo y el diente que nos quitaron primero.

Entonces uno se da cuenta que esa sensación de finitud, de reconocimiento de qué es aquello que hace la vida nos ayuda a sentar prioridades y valores. Vale la pena decir que sí más seguido, y administrar las negativas. Hacer el amor lo más posible, con el cuerpo y con las palabras. Glorificar la amistad y reinventarse una fe que nos permita ser más humanos y menos parecidos a Dios, porque después de todo ese no es nuestro trabajo. Aplicar infinitivos que a veces dan miedo, comer, correr, caminar, huir cuando sea necesario, hablar, perdonar, esperar, sí, esperar, porque a veces la pausa es una forma de ir hacia delante.

Usar todos los sentidos, la vista para la belleza, el olfato para las decisiones, el oído para la verdad, el tacto para los momentos difíciles, el gusto para dejarse llevar. Hay que disfrutar de las cosas pequeñas, pero pensar en grande. Tomarse el tiempo para analizar las ideas que rigen la humanidad y no dejarse engañar. Hacer lo imposible para vencer el miedo, lo que implica salir de todas las zonas de confort. Es decir cuestionar aquello que sirve de base para todo lo que nos es sagrado, lo que no implica que estamos traicionando a nadie, simplemente que cuando afirmes que crees en algo al menos puedes mirar a los demás a la cara y aunque no puedas dar razones al menos estás parado en convicciones, no en una verdad impuesta, ni heredada, producto de las emociones, sino más bien la respuesta inteligente a las preguntas que te has hecho sobre la vida.

El tiempo no es igual para todo el mundo. No es igual para el nadador olímpico ni para el que sube al Everest ni para el refugiado ni para el que espera el resultado de una biopsia ni para el que ansía un cambio de gobierno ni para la futura madre con tres meses de embarazo. Lo que sí es igual para todos es que avanza. La Tierra hace todos sus movimientos y la única forma de detenerla sería el colapso del Sistema Solar, que también llegará. Habremos pasado, pero cómo pasaremos allí está toda la diferencia.