Sobre la condición de víctima
Las mentalidades y sensibilidades hacia las víctimas en Colombia han cambiado mucho en los últimos años. Ser víctima hace tres décadas era una extraña condición que generaba sospecha; el “por algo habrá sido” se colaba como manto de sospecha sobre el sufrimiento reclamado.
Con el paso del tiempo, los acontecimientos – incluyendo el proceso de reivindicación de ciertos grupos de víctimas – tornaron la condición de víctima en una característica social extendida, por lo general aceptada, y en un atributo jurídicamente reconocido. Hay víctimas en todo lado, a tal punto que varios han dicho que “víctimas somos todos”. El número de víctimas se exalta como un indicador de resultado que ilustra que en Colombia son más, como si eso trajera gloria o laureles.
Que haya tantas víctimas en Colombia debería generar tristeza y molestia. Es el resultado de la indolencia y de un régimen de atrocidad que se apoderó de la vida social durante décadas. Que haya tantas víctimas en Colombia merece reproche.
Ciertamente en los últimos tiempos, las emociones en relación con las víctimas han favorecido la adopción de programas y políticas, tanto del orden privado como público, dirigidos a cuidar y a proteger a las personas que han sufrido ciertos daños (no todos). La preocupación por las víctimas ha estado en el centro de la agenda nacional. Esa preocupación tiene distintas manifestaciones, representadas por un amplio espectro de actitudes que van desde la del buen samaritano hasta la instrumentalización más vil del sufrimiento humano para provecho propio.
La condición de víctima no es percibida ni vivida de manera homogénea. La experiencia de esta condición está cruzada por múltiples factores culturales que, dependiendo de elementos temporales y de redes de significación, pueden tornarla en estigma o expiación. La condición de víctima es para algunos un logro y para otros la muerte. Dicha condición se erige, en ciertas esferas, como un estatus de protección, privilegio y servicios; mientras que en otras es rechazada de plano, como una referencia cobarde y estéril que se aparta de la lucha por la supervivencia.
Ahora que nos aproximamos al proceso de construcción de la paz, y simbólicamente asumimos nuevas formas sociales mientras dejamos atrás otras, vale la pena reflexionar sobre los imaginarios que existen en torno a las víctimas, y sobre la preciada y odiada condición de víctima. Es hora de examinar nuestro bagaje de mentalidades y sensibilidades, lleno de prejuicios y subjetividades que tiñen la manera como percibimos a la víctima que conocemos, a las víctimas de “los otros”, a las no-víctimas de “los nuestros”, a las víctimas como colectivo social, a las víctimas disidentes, y a quienes se niegan a ser vistos como víctimas.
Lo cierto es que, por más de que se hable mucho de víctimas, tan solo iniciamos el largo y doloroso recorrido hacia su reconocimiento, que implica confrontar la negación de distintos procesos de victimización y diversas formas de sufrimiento. Siguen proliferando los discursos justificativos de la violencia; continúan negándose ciertos hechos; se sigue culpabilizando a ciertas víctimas; y, censurablemente, hay unas víctimas que siguen valiendo más que otras. El camino será largo y, poco o nada, hemos reflexionado sobre las implicaciones de tender ese recorrido en torno a una víctima-ideal, un modelo único (abstracto) que nada tiene que ver con el universo real, plural y diverso de las personas que han sido victimizadas.