Columnistas

Sobre la lucha contra la corrupción

26 de noviembre de 2018

La corrupción está en todo lado, va de la mano de la administración pública. Hay tanta corrupción que muchos de esos actos se encuentran normalizados; ya no causan rechazo. Algunos ni si quiera se perciben como corrupción.

La lucha contra la corrupción es motivo de campaña de políticos (de toda la gama) y de planes de gobierno en todo el continente. Desde hace unos cinco años y, definitivamente desde la puesta en escena del “monstruo” Odebrecht, la lucha contra la corrupción es un lema que copa la agenda noticiosa latinoamericana. La lucha contra la corrupción es el leit motiv de nuestros tiempos. Es el diablo contra el cual todos los salvadores batallan.

La anticorrupción es un nuevo código de armonía y fraternidad global. Es el rugido de “síganme los buenos” que orienta las agendas internacionales. Colombia está a la cabeza. “A partir de este momento Colombia liderará un gran esfuerzo global para que se definan herramientas, también globales y eficaces contra la corrupción, que complementen los esfuerzos nacionales”, aseguró la semana pasada el canciller colombiano. Celebró que durante el primer semestre de 2021 se convocará a un periodo extraordinario de la Asamblea General de la ONU dedicado a la lucha contra la corrupción.

¡Sólo hay que esperar unos dos añitos! Después de la espera, el resultado será una sosa resolución, expresando “profunda preocupación” y llamando a una cruzada mundial contra la corrupción.

Entre tanto (y después): todo seguirá igual. ¡La corrupción en sus justas proporciones!

Lo curioso de la receta anticorrupción es que, en algún momento de la producción, los Estados y los gobiernos se convirtieron en sujetos pasivos e irresponsables de la trama: los damnificados, las víctimas. La connivencia del poder público con la corrupción es negada e ignorada.

Los representantes estatales señalan con dedo censurador a unos cuantos criminales mientras la podredumbre carcome todo a su alrededor. Condenan la corrupción como si esta fuera externa al Estado. Logran desvincular el fenómeno que condenan del ambiente que, necesariamente, lo alberga y lo condiciona.

Al no visibilizar la imbricación entre Estado y corrupción, se mantiene en tinieblas y fuera del escenario una de las fuentes más voraces del comportamiento criminal: el Estado y sus formas de funcionamiento (Matza, Becoming Deviant 1969). La corrupción se inserta en el Estado; la corrupción florece en el Estado; la corrupción depende del Estado.

No hay nada más político que excluir al Estado y a los gobiernos de la trama de la corrupción. Es una operación calculada y tramposa que tiene como propósito plantear la lucha contra la corrupción como una cruzada contra manzanas podridas en un pulcro contenedor, evitando que se ponga la lupa sobre el ejercicio del poder público.

Mientras se saca provecho político del nuevo frente de lucha, las dinámicas del abuso de poder continúan inalteradas (y fuera del radar). Claro que caen corruptos, la trama lo demanda; pero unas cuantas condenas (e incluso muchas) contra los corruptos no deshacen las reglas de juego que permiten y facilitan el abuso de poder.

En situaciones de corrupción extendida, como las experimentadas en Colombia, México, Brasil o Perú, el Estado es fuente de criminalidad. La corrupción surge de prácticas sistémicas que acarrean la responsabilidad del Estado. El Estado no es víctima, es responsable del ambiente imperante y de los medios que permiten que la corrupción siga “en sus justas proporciones”.