Sobre la resiliencia
Por estos días se habla mucho sobre la resiliencia. El presidente y sus funcionarios exaltan a las comunidades colombianas como resilientes; dicen que “saben transformar las adversidades en oportunidades”. Desde la posesión de Duque el vocablo se irradia como parte de la retórica oficial. Hace unas semanas, durante la instalación de un foro sobre derechos humanos, Duque volvió a referirse al tema. Dijo: “por la condición de resiliente, Colombia y los colombianos logran salir adelante”.
Para aquellos que están perdidos, la resiliencia es un anglicismo que proviene de la palabra resilience. Primariamente, la palabra denota la cualidad de las cosas de recuperar su forma original después de estar expuestas a una presión o una fuerza externa, como lo hacen los resortes. Aplicada en el campo psicológico y en otras ciencias sociales, la palabra se refiere a la capacidad de las personas de sobreponerse a los problemas o a las tragedias.
Ciertamente es extraordinario que las comunidades colombianas logren sobrevivir entre tanta violencia y sufrimiento, y que continúen exhibiendo formas de cohesión social y movilización. Es un proceso que las comunidades hubieran preferido no recorrer. Por más de que se admire su tenacidad y su persistencia, no podemos olvidar que resisten y sobreviven de esta manera, en respuesta a la falta de protección y la ausencia de garantías (que debería brindar el Estado).
Uno de los problemas con la celebración de la resiliencia es que no estamos cerca de cerrar el ciclo de violencia y permitir que las comunidades resurjan. Muchas comunidades están expuestas a regímenes de violencia: viven sometidas por el miedo, desprotegidas por el Estado, expuestas a una próxima y previsible matazón. Estas comunidades no se han sobrepuesto a la atrocidad porque la atrocidad no se ha extinguido. La barbarie sigue calificando su existencia, y amenaza con volverlas a herir.
Celebremos la resiliencia cuando no sea un sinónimo de supervivencia, cuando las garantías de protección sean reales, cuando se pueda disentir sin miedo, cuando las comunidades puedan recuperarse y proyectar una vida digna. Por el momento, la destrucción de vidas y del tejido social sigue en apogeo.
Exaltar la resiliencia de las comunidades mientras sus verdugos siguen activos es insensato; como lo es observar, con admiración, cómo le propinan golpes de manera reiterada a una comunidad, mientras nadie hace nada, y exaltar a la comunidad porque se levanta golpe tras golpe, como un resorte. Esto es ser connivente con un crudo proceso de domesticación que a golpe de violencia somete y destruye.
Las personas que viven en lugares marcados por la ultraviolencia no tienen alternativas; viven ahí porque les toca, no porque quieren. El ciclo activo de violencia no permite la reconstrucción de un proceso social con dignidad. Esto no es resiliencia. Hablemos de resiliencia cuando sea factible que el Estado ampare y proteja, cuando la gente pueda proyectar proyectos de vida que no estén condicionados por la violencia.
En la medida en que las autoridades no logran interrumpir el ciclo de violencia, su celebración de la resiliencia se convierte en una exaltación de la miseria humana. Es un torcido reconocimiento que implica un “tome pa’ que lleve, y sepa que los golpes seguirán viniendo”.
En las condiciones actuales, esta tergiversación es una receta para aceptar la atrocidad como una inevitabilidad y promover un proceso de reacción social que normaliza la violencia.