Columnistas

Sotanas y política

23 de mayo de 2021

El pasado doce de mayo, el controvertido arzobispo de Cali Darío de Jesús Monsalve Mejía remitió una comunicación oficial de la Diócesis a la Consejera de Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas y al Consejero Mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca-CRIC, en la cual expresaba haber “seguido con profundo dolor los tristes e inaceptables ataques contra la vida y la seguridad de la comunidad y Minga indígenas”, con ocasión de diversas conductas criminales –propias de la abominable justicia privada– que desencadenaron el lesionamiento a bala de varios miembros de ese colectivo que, después de intervenir en los bloqueos, se habían tomado a la ciudad que fue destrozada por los vándalos.

Que la máxima autoridad eclesiástica se solidarizara con esos grupos ancestrales, en medio de un escenario de afectaciones muy graves a la dignidad de esas personas, es algo apenas entendible; sin embargo, lo que suscitó preocupación fueron las siguientes aseveraciones hechas por ella: “Al saber de su salida de la Universidad del Valle que los hospedó, para reposicionarse en otro territorio, les pido perdón, a nombre de la ciudad y de las autoridades de Cali, por las situaciones vividas”. Para buenos entendedores pocas palabras bastan: el clérigo se tomó la vocería de la ciudad y de sus autoridades, como si él tuviese las competencias para hacer ese tipo de pronunciamientos e injerir, de forma farota, en el ejercicio de las atribuciones oficiales; olvidó algo elemental: una cosa es el poder civil y otra, muy distinta, el eclesiástico.

Así mismo, cuando el acto de “pedir perdón” se dirigió a toda esa comunidad aborigen se olvidó que los únicos causantes de los inadmisibles desmanes sufridos, no fueron solo los caleños y las autoridades; es más: se oscurecieron los hechos y se dividió, a unos y a otros, en buenos y malos. En otras palabras: para el clérigo la Minga indígena solo protestó en forma delicada y no afectó los derechos de nadie, no bloqueó accesos a la ciudad, no produjo ausencia de suministros, no impidió el ingreso y/o la salida de los lugareños de sus residencias o lugares de laboreo, etc. Desde esa perspectiva, entonces, los ciudadanos nativos fueron las víctimas y los demás los victimarios, por eso dice actuar a nombre de los últimos.

Como es obvio, en medio de tanta desigualdad social e injusticias, es indiscutible que la población toda tiene legítimo derecho a reclamar pacíficamente las urgentes transformaciones requeridas y a que sus peticiones sean resueltas en forma debida. Pero los líderes, para el caso los religiosos, tienen que ser objetivos y neutrales y no pueden tomar partido abierto en el conflicto; por eso, la misiva citada ha debido “pedir” perdones a todos las damnificados por las violaciones de los derechos fundamentales, sin distingo alguno: miembros de la comunidad indígena, agentes del Estado, ciudadanos, manifestantes no belicosos, etc. Hay algo que nunca se puede olvidar cuando surgen los conflictos: la violencia tiene que ser siempre condenada y se impone el respeto irrestricto de los derechos humanos sin sesgos ideológicos.

Sin embargo, esta semana se sumó un componente adicional a ese episodio: el veleidoso expresidente César Gaviria Trujillo, convertido en defensor oficioso de la reforma tributaria que antes condenó en medio de una de sus pataletas, defendió el proceder de Mejía Monsalve y lo propuso como mediador en el conflicto. Así las cosas, confluyen dos personajes que parecen practicar muy bien el dicho según el cual en río revuelto ganacia de pescadores: uno, al que –como siempre– no le duele el país sino su propio interés; y otro, que actúa como rueda suelta al interior del engranaje católico porque solo dice rendirle cuentas al Sumo Pontífice (así su ruidosa entrevista a la Wradio). Ambos, muy necesitados del aplomo y mansedumbre, deberían recordar lo que dice la sagrada Biblia: “La integridad guía al recto, la propia malicia es la ruina del pérfido” (Proverbios, 11:3, versión de Nácar-Colunga)