Columnistas

Taco bowl

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17 de mayo de 2016

Donald Trump no quiere ser presidente de Estados Unidos. Eso o es un ignorante. Así como todos aquellos que jalean al grito de “USA” y “Build the Wall” su absurda propuesta de construir un muro en la frontera sur de EE.UU. para tratar de bloquear el paso de emigrantes hispanos (mexicanos y centroamericanos, principalmente). Quizá no sabe que medio siglo antes de que los holandeses (fundadores de Nueva York, llamada originalmente Nueva Ámsterdam), ingleses o franceses pusieran sus pies en los actuales Estados Unidos, los españoles habían fundado varias ciudades, como San Agustín (la más antigua del país), San Diego, San Antonio, San José, El Paso o San Francisco y renombrado territorios enteros que hoy ocupan casi un tercio de EE. UU. De hecho, un siglo antes de que las 13 colonias decidieran luchar por su independencia, España controlaba parte del cauce del Misisipi y además Florida, Texas, Nuevo México, Nevada, California, Colorado, Arizona, Montana (que perdió la “ñ” por el camino) y Oregón, todos ellos estados con nombre español pues Oregón proviene de “orejón” y fue territorio explorado por los españoles hasta que, en 1821, se entregó a los incipientes Estados Unidos por el tratado Adams-Onís. Por llegar, los españoles llegaron hasta Alaska, donde pusieron nombre a algunos accidentes geográficos e islas.

Pero todo esto es historia. Vayamos al presente.

Quizás Trump y sus seguidores, que son muchos, desconocen que unos 57 millones de compatriotas son de origen hispano o latino, como gusten, casi el 20 % de la población. No todos tienen papeles, claro está. Se espera que para mediados de este siglo aumenten hasta llegar al 26 %. Según el Centro Pew, de mantenerse las actuales tendencias, los futuros inmigrantes y sus descendientes serán la mayor fuente de crecimiento de la población. Hasta 2065 registrarán un crecimiento del 88 % alcanzando los 103 millones para un total de 441 millones.

Pero los hispanos no solo representan la mayor fuerza laboral de Estados Unidos sino que atesoran un poder económico cifrado en 1,5 billones de dólares, lo que les colocaría en la duodécima posición entre las economías globales. Y aunque están infrarrepresentados en todas las instancias políticas, 28 millones de ellos están inscritos para votar. Se estima que apenas la mitad lo hace, pero la antipatía que comienza a despertar Trump hasta entre los latinos conservadores y estadounidenses de varias generaciones, podría hacer despertar a una gran masa silenciosa que hasta ahora se limitaba a trabajar y a pagar impuestos.

En las elecciones intermedias de 2014, seis de cada diez latinos votó a los demócratas y el pasado mes de abril una encuesta del Pew reveló que el 61 % de ellos tiene una desfavorable percepción de los republicanos.

Las alarmas en el seno del Grand Old Party (GOP), como se conoce a los del elefante, son evidentes en el caso del Senado, donde existe un frágil equilibrio a favor de los republicanos: de los 100 asientos, 54 son para ellos por 44 para los demócratas y dos independientes. Para defender su mayoría, el GOP debe asegurarse alguno de los denominados “swinging states”, que pueden caer de un lado u otro. Entre estos “swinging states” figuran Florida, Nevada, Arizona, Colorado y Nuevo México, con porcentajes de población latina de entre el 21 % y el 47 %.

El pasado 5 de mayo, una de las fechas más señaladas para la comunidad hispana en Estados Unidos, especialmente para los mexicanos, Trump felicitó a los latinos con un tuit en el que aparentemente se disponía a zampar un “taco bowl”. El engendro culinario fue más criticado aún por los hispanos que los insultos que les dedicó el magnate en el arranque de su campaña: “Cuando México envía su gente, no envían a los mejores. Envían gente que trae drogas, crimen, son violadores y, supongo que algunos, son buenas personas”.

Si Trump desea redimirse, debería empezar por comerse un auténtico taco. Con la mano y pringándose bien de salsa. Como Dios manda.