Columnistas

Tareas para papá y mamá

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22 de abril de 2016

Algunos de mis amables lectores persisten en las bondades de las tareas escolares. Tienen razón. El asunto se ha vuelto suficientemente polémico, más cuando se resalta la importancia de la intervención de los padres de familia. Críticos de la educación, maestros, directivos docentes, pedagogos y padres de familia esgrimen argumentos respetables. Arguyen, por ejemplo, que ese auxilio es solo durante la niñez, mejor dicho, en el arranque del aprendizaje. Pero en esa edad se construyen los prototipos de personalidad que esos niños o niñas van a tener a través de su existencia.

Estoy con los que piensan que la educación se da en varios territorios; que no se da solo en la escuela. Esa formación tiene, básicamente, dos escenarios: la escuela y el terreno de la sociedad, encabezado por el entorno familiar. La escuela debe hacer su papel dentro de su espacio. La casa, igual que la calle, es territorio de otros aprendizajes, de igual o mayor peso que los recibidos en la escolaridad. Allí, los aprendizajes se dan a través de la interacción con el mundo real en que viven, a través del juego, del ocio creativo, de la observación y la vivencia de lo que pasa en sus comunidades.

No es fácil sustentar que la escolaridad se prolongue en la casa con tareas en las que, con frecuencia, se les va la mano a los docentes. Muchas de esas obligaciones no son para los estudiantes, sino para los padres. Son ellos los que leen los libros, hacen la tarea de matemáticas, la maqueta o las carteleras. Otra cosa es que haya una actividad especial, por una conmemoración, una festividad, con motivo incluso de un contenido curricular, en que se pida explícitamente que padres e hijos tengan un trabajo de interacción, a cuatro manos. Sería lo excepcional.

Durante treintaiocho años de experiencia docente, me formé un concepto desfavorable con esos deberes extraescolares. Finalmente, dije: no a las tareas escolares. Conocí muchas historias de vida, y afiancé la idea de que esas relaciones de cobijo completo desde niños, entre padres e hijos, se reflejan de forma notable en comportamientos enfermizos, en todas las etapas de su vida, desde la niñez, la juventud, la adolescencia, incluso en la vida adulta. No importa la edad que tengan, siguen siendo dependientes, y no tienen valor para desprenderse de la incapacidad de tomar decisiones, de gestionar por sí mismos sus cosas, su historia.

Algunos dirán que son una forma de crear vínculos con los hijos en la casa; pero no, con los hijos hay que crear otros lazos a través de la lúdica, del deporte, del buen manejo de la red, de las artes, de un adiestramiento mínimo en la culinaria, etc., tantas otras ideas en las que realmente haya una participación espontánea, creativa y suelta entre padres e hijos.

Cuánto daño se les hace a los niños cuando son los padres u otros integrantes de la familia los que responden a esos requerimientos escolares. Se les enseña a ser recostados, a no exigirse para alcanzar metas, se les dan lecciones rotundas de heteronomía; se les entrena para depender, en esos momentos con sus tareas escolares, pero, más adelante como adultos, como sujetos que no logran zafarse de la falda de su madre. Si no hay autonomía es posible que no haya autoestima. Van a ser dependientes para muchas cosas, y sin argumentos para sentirse orgullosos de sí mismos.