Columnistas

Temores

23 de julio de 2015

En una obra de teatro que vi hace un tiempo, representaban a un Borges que toda su vida pensó en una mujer que lo atrajo muchísimo en unas escaleras eléctricas del metro de París subiendo mientras él bajaba. Como nunca más volvió a verla, por más que la buscó en la rutina circular de sus paseos, toda la vida se preguntó quién podría ser, para dónde iría, qué hubiera pasado si él, en ese instante, se devuelve y le dice algo. La magia de la incógnita lo sostuvo mientras se quedaba solo y hacía hipótesis de lo que pudo haber sido. Al quedarse ciego, ese recuerdo lo acompañó más que nunca.

Cuando viajo en un bus, hago una fila, cuando salgo por ahí a ver gente, no dejo de sentir una extraña sensación cuando me percato de alguien que muy seguramente nunca más volveré a ver. De los miles de millones de personas que habitamos este mundo, el hecho de coincidir con otro en un abrir y cerrar de ojos es sencillamente sorprendente. Pasan tantas cosas en este mundo enorme, que ante la incapacidad de percatarnos de todo, por fortuna y para evitar la locura, para no caer en la desazón de Funes, cuya percepción y memoria eran infalibles, coincidir con alguien y percibirlo se vuelve un acto revelador. Es como si en ese instante algo importantísimo estuviera ocurriendo y uno siente que este asunto de la humanidad vale la pena. Ver que el otro pasa como un viento mientras uno se queda con unos ojos, con un tatuaje, con una mueca, con un lunar, con una idea, con una línea de la mano que tenía claro que en ese instante, en ese lugar teníamos que vernos, no deja de parecerme un bello misterio.

¿Y si el otro que miramos, en ese instante, en ese momento, en esa calle, en ese bus resulta ser un ladrón, un violador o un asesino?, me dijo de golpe una amiga en estos días cuando le contaba lo mucho que me maravillaba ver a un desconocido como un acto único. Claro, Colombia ha hecho algo gravísimo por nosotros, nos acostumbró a vivir con miedo y el otro, el desconocido, el que aparece, el que nos mira, el que no nos mira, el ensimismado, el que cuchichea, puede ser una amenaza, una sospecha, si por alguna razón se queda con nosotros esperando el bus o va en nuestra misma dirección, o incluso, es nuestro vecino.

Con las cosas así, qué cuentos de Borges, para muchos resulta mejor mirar hacia el piso como único cielo, no mirar a nadie, no importarle nadie, seguir viviendo como si cada encuentro con el otro fuera una guerra, de la cual sale bien librado el que llega a la casa y puede cerrar con llave la puerta, prender el televisor hasta sentir que ese “amigo fiel” adormece como nadie todos sus miedos o, al contrario, los agudiza más