Columnistas

Toda vida es vocación

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27 de enero de 2017

Samuel era un niño de simpatía desbordante. Cuando le sigo los pasos, quiero ser parte suya, estar metido en él. Una sensibilidad exquisita lo llevaba, milagro viviente, a percibir lo imperceptible, ver lo invisible, oír lo inaudible, tocar lo intangible. La fascinación convertida en espontaneidad de la vida cotidiana.

La Biblia lo presenta con trazos delicados. “El niño Samuel servía a Yahveh a las órdenes de Elí; en aquel tiempo era rara la palabra de Yahveh, y no eran corrientes las visiones” (1 Samuel 3, 1).

Una noche llamó Yahveh: ‘¡Samuel, Samuel!’ Él respondió: ‘¡Aquí estoy!’. Como escuchar a Dios en sueños era algo desconocido, Samuel creyó que Elí lo llamaba, por lo cual corrió donde él: ‘Aquí estoy, porque me has llamado”.

La llamada sucedió por tres veces. A la tercera, Elí cayó en la cuenta de que era Yahveh quien llamaba. Al llamarlo por cuarta vez, Samuel respondió según se lo había indicado Elí: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.

Samuel escuchaba como en éxtasis a Dios. “Voy a ejecutar una cosa tal en Israel, que a todo el que la oiga le zumbarán los oídos”. Aprender a escuchar a Dios fue para el niño Samuel motivo de cuidado infinito, pues escuchar al que habla sin ruido de palabras producía en su cuerpo y en su alma una conmoción de terremoto.

Al mismo tiempo que crecía, Yahveh estaba con Samuel, “que no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras”. Leo. Descubro de repente que la solicitud despliega en mí sus alas para volar por el espacio infinito. Mi admiración por Samuel no tiene límites.

Lo que un día pasó, sigue pasando. Por eso quiero que me pase lo que le pasó a Samuel. Ver, escuchar, oler, gustar, tocar a Dios. Sobre todo oír y ver a Dios cuando estoy “acostado”, cuando duermo.

Mis sueños me indican lo que pasa en mi inconsciente, riquísima parcela de mi ser. Para Freud los sueños son la puerta regia del inconsciente, esos impulsos que moran en mi más profunda intimidad, y que me dicen sin palabras a qué me juego la vida en cada instante.

El hombre del siglo XXI necesita descubrir que toda vida es vocación y que nacer es ser llamado por el Creador a “no dejar caer en tierra ninguna de sus palabras”.

Y así participar en su obra creadora cultivando, mediante los talentos, la relación de amor consigo mismo, con los demás, con el cosmos y en especial con el mismo Creador.