¿Todo se repite tan pronto?
Siempre se ha procurado decir que cumplir años traía algunas ventajas, y como estas eran poco tangibles (sabiduría, serenidad y cosas así), parecía ser, más que nada, un vano intento de consolar al envejeciente. Yo, de momento, no veo grandes inconvenientes en la edad que he alcanzado, pero últimamente sí hay algo que me empieza a preocupar, o a fastidiar, o a decepcionar. Mis años ya son bastantes, pero están lejos de los noventa, los ochenta y aun los setenta que acumula tanta gente alrededor. Quiero decir que no ha pasado tantísimo tiempo desde que llegué al mundo, menos aún desde que me incorporé a él plenamente –eso se producía, en mi época, cuando uno entraba en la Universidad–. De eso hará unos cuarenta y seis años, lo cual, en términos globales, es apenas un soplo, un periodo bien breve que no justificaría mi sensación, cada vez más frecuente, de asistir a supuestas novedades que no son sino repeticiones de cosas ya vistas.
Me ocurre a menudo con la literatura, el cine y la música, las tres artes que más me acompañan. Leo novelas o poesía o ensayos que se me presentan como innovadores o vanguardistas o “postcontemporáneos” o “transmodernícolas”, elijan el término que prefieran; y, con alguna excepción, me encuentro con piezas que para mí son antiguallas, cosas ya probadas en los años cincuenta, sesenta o setenta del siglo XX. Hoy vuelve a jalearse la novela “social” o “comprometida”, por ejemplo. Y no es que la actual coincida en sus intenciones con la del “realismo social” pero sea enormemente distinta: no, es casi idéntica a la más apesadumbrada y pedestre de los cincuenta y sesenta, cuando no una ínfima parodia de Galdós. Otro tanto sucede con los “experimentalismos”, que parecen imitaciones de los de los setenta, y con el mismo grado de pedantería. Como si no hubiera transcurrido el tiempo, hay ensayos que a su vez son remedos levemente aggiornati de Deleuze, Barthes, Foucault y hasta Sartre (sin quitarles a ninguno su mérito, nada tiene eso que ver). Hoy causa furor mundial el “filósofo” Zizek, al que no he leído ni oído más que trivialidades vehementes salidas de la máquina del tiempo, todas me recuerdan a mi más estúpida y pomposa juventud. Lo mismo en cine: la celebrada Ida, con su saco de premios, es la mera regresión a las producciones setenteras del Este que veíamos en cine-clubs.
La desazón va más allá. También con los particulares, gente nueva o joven a la que uno conoce, me es cada vez más frecuente pensar pronto: “Ya sé cómo son este hombre o esta mujer. Los he visto y padecido antes (o disfrutado, no crean); sé sus ambiciones, sus métodos, de qué van, qué es pose en ellos y qué no; si son o no de fiar, si son soberbios o angelicales; si son sinceros o falsos, aduladores y trepas o nobles. No hay duda de que hay arquetipos que permanecen y se reiteran a lo largo de siglos, son preexistentes a la fecha de nuestro nacimiento. Y uno tarda en aprendérselos. Pero, dejada atrás, resulta descorazonador ver cómo vuelve todo lo antiguo una y otra vez, como si la capacidad de inventiva se agotara pronto.