Columnistas

¿Torturas rurales?

20 de febrero de 2016

Hay días en que somos una circunstancia, espíritus febriles entre las montañas. Hay ratos en que te sientes como una figura de Lego en una construcción caótica y lo único seguro es la actitud.

A veces somos caminantes, conductores o pasajeros. Son las 6 a.m. y no puedo manejar el carro. Unas gotas de lluvia retrasan el tráfico en Medellín y pierdo el bus que viaja con mis compañeros hacia El Retiro. No hay amigos disponibles y la mejor opción es subir en uno de los autobuses que van hasta allí. Emociona la idea de montar en transporte público rural. Sin embargo, algunas circunstancias impiden que sea una experiencia placentera. Cuatro vehículos pasan por mi lado sin espacio. La cantidad de almas desesperadas que viaja hasta allí a esa hora es tal que algunas personas van colgando de la puerta. Finalmente y en el quinto intento, un bus se detiene. Adentro hay un espacio limitado que no respeta distancias y desconoce las leyes de la proxémica.

Cuerpos desconocidos te oprimen o rozan y lo único que queda es pensar en otra cosa. En la radio suena una canción de despecho y fonda. Aquí no vale que te creas jefe o princesa y tener puesta una camisa con un poco de encaje parece una contradicción porque aquí impera la ley de la selva y del más fuerte. Es una rareza que alguien ofrezca el puesto a otro porque no importa si se es mayor o una mamá que lleva a su hijo de la mano.

Algunos pasajeros duermen, la mayoría son hombres fuertes que construyen las parcelaciones de Oriente, la zona que tiene hoy el metro cuadrado más costoso de Antioquia. Por el camino van algunos autobuses que emiten gases tan negros como la noche y pasan camionetas que te hacen pensar en la Fórmula 1 y en egos que parecen necesitar alta velocidad para reafirmarse. De repente, un pasajero baja para dejar que otro salga. A su regreso, el conductor cierra la puerta y las manos del joven quedan afuera y aprisionadas por esa estructura. En el número de veces que he viajado en uno de esos buses no he dejado de sorprenderme. Como aquella vez en que el conductor frenó tan fuerte hasta producir indirectamente una lluvia láctea. Con el movimiento voló una botella de yogur de uno de los pasajeros que luego explotó haciendo que todos quedaran impregnados de goticas blancas en el cuerpo.

Recuerdo aquel día en que en plena “hora pico”, dos policías se subieron con máquina en mano para registrar las cédulas de todos los pasajeros, una por una, para buscar a un maleante en fuga. Uno de los agentes se enojó cuando alguien le gritó: “tranquilo que el ladrón ya debe ir lejos y en carro o moto”. ¿Y qué tal el día en que viajó allí un hombre ebrio tambaleante que cada vez que intentaba vomitar dejaba a todos perplejos? Surgen preguntas: ¿Quién controla diariamente a estas empresas de transporte? ¿Qué proyectos de cultura y educación ciudadana se implementarán en Oriente y Las Palmas? ¿Qué autoridad trabaja por garantizar la seguridad, eficiencia, comodidad y dignidad humana en los sistemas rurales de transporte? ¿Qué hacer para lograr que el transporte público seduzca a más pasajeros?.