Tristes votos
En un par de semanas muchos habremos votado. Las encuestas indican que la gran mayoría de las personas consultadas ya saben por quién van a votar. Esa parece ser una buena noticia: aparentemente muestra que hay intención y convencimiento entre las personas que votarían.
Ojalá muchos de los votos estén mediados por un proceso de argumentación y persuasión que haya movido a los ciudadanos a respaldar a uno de los candidatos. Sería fantástico que los ciudadanos expresaran su respaldo por ciertas ideas políticas y exigieran a sus candidatos no sólo prometer y hablar bonito, sino demostrar la capacidad de llevar las promesas electorales a la práctica.
Ojalá todos los que vayan a votar lo hagan con responsabilidad, conociendo a los candidatos y siendo capaces de explicar las razones de su elección. Un ejercicio concienzudo de elección aseguraría una mayor y dinámica rendición de cuentas por parte de las personas elegidas. Un electorado que sabe por lo que vota es, por consecuencia, exigente.
Sin embargo, hay muchas señas que indican que una gran cantidad de los ciudadanos no votan por convicción, sino por conveniencia o coerción. Lo triste es que muchos votarán movidos por otros, sin autonomía y sin convencimiento. Lo hacen bajo la intoxicación de la ignorancia y del miedo.
El mejor (o peor) ejemplo de este triste voto proviene de los feligreses que se suben a los buses, obedientes, como hormigas y votan, en fila, convencidos de que algún dios los acompaña; luego de votar, los recogen, y siguen con sus ritos y sus cultos. Si su dios quiere, su candidato ganará. He seguido muchas de las cadenas que se transmiten en el mundo de los creyentes fervientes y lo que las alimenta y las mueve son la mentira y la generación de miedo. Como la razón no entra en los espacios de este tipo de fe, he aprendido a no profundizar en esa discusión. Observo el fenómeno, maravillado (y, confieso, asustado). Sé que esos votos fanáticos son muchos. Votan por el indicado; son ciegamente obedientes. Son votos endosados y atestiguados: votos tristes.
Los otros votos que duelen son de los que todo el mundo habla como si nada, aunque son gravísimos: los votos comprados. Estos votos arreglados tienen ciencia y práctica en las regiones. Dicen que son más seguros (y más costosos) los que se arreglan con tiempo, con base en zonificaciones y empadronamientos; también se pueden organizar el día de las elecciones, pero cuentan que no vienen con buena garantía. Al final del cuento, lo que se busca es que hordas de personas voten por el que toca. A cambio de su tiempo, su traslado y (claro) su voto, les darán un refrigerio o un almuerzo y les pagarán con una fiesta de barrio. Puede que este esquema traiga felicidad pasajera, pero trae, también, mucho guayabo.
Esos tristes votos, los votos comprados, hacen parte de nuestras elecciones, como si nada. Este año se descubrirá uno que otro incidente de compra de votos durante las elecciones, y con eso parece que todos nos purgamos.
Lo más triste de todo es que más de la mitad de los ciudadanos habilitados no votarán. Sencillamente guardarán silencio. Ojalá el no voto fuera fruto de un ejercicio consciente de oposición y rechazo al sistema político que domina las expresiones democráticas colombianas. Pero, no lo es: es apatía o hastío; y eso, también, es triste.