Columnistas

Trump: el elefante en la cacharrería

28 de julio de 2015

Hubo una época en que a los republicanos se les acusaba de ateísmo. Corría el Año del Señor de 1801 y un brote de espiritualidad popular estalló en el Sur y el Oeste de Estados Unidos. Un “Segundo Pentecostés” caracterizado por masivas reuniones en las que entre intensas oraciones, espasmos, bailes y gritos se alcanzaba el éxtasis religioso. Unos años antes, en 1793, Eli Whitney había inventado la despepitadora de algodón. En 1820, E.U. se convertía en el mayor productor del mundo. Al menos diez estados dependían del sistema de plantaciones. Aunque el sentimiento antiesclavista se extendía por los territorios septentrionales (Vermont abolió la esclavitud en 1777 y Nueva Jersey en 1804), el radicalismo de algunos líderes negros de entonces tras el levantamiento haitiano de 1790, que engendró la primera república negra del continente, metieron el miedo en el cuerpo a toda la sociedad. El país estaba por entonces tan dividido que durante la expansión hacia el Oeste se iban integrando poco a poco un estado esclavista y uno antiesclavista para mantener un equilibrio absoluto entre ambas visiones allá por 1819. A partir de entonces, se trazó una línea en el paralelo 36º 30’ norte. Por encima de esa línea cualquier estado por anexionarse sería antiesclavista y por debajo estaría permitida la esclavitud. Era la partición de facto del país y el caldo de cultivo para la Guerra de Secesión. A mediados de ese siglo, tras una progresión meteórica, E.U. se consideraba así mismo el “nuevo Israel” y los estadounidenses, el pueblo elegido para extender la libertad en el orbe. Nueva York ya era por entonces la tercera ciudad más grande del mundo tras Londres y París. Allí reinaba Tammany Hall, la red corrupta del Partido Demócrata (votos a cambio de empleos) en unos años donde el clientelismo político era el pan nuestro de cada día. Eran también los años de luchas callejeras entre católicos y “nativistas” (protestantes luteranos apoyados por baptistas, presbiterianos, evangélicos y demás experimentos) en las principales ciudades del país y del surgimiento de las fuerzas policiales, hasta entonces rechazadas por tener un tufo europeo, cuyo control en Nueva York o Boston cayó del bando católico-demócrata. Y los años de la expansión a costa de México, recién independizada de España en 1821, y que perdió primero Texas y, tras una guerra cruenta, los territorios que luego conformarían Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah y California. Los americanos soñaban entonces por extenderse hasta Centroamérica. Entonces, el Sur esclavista clamaba contra el Norte porque “el sistema americano” los trataba como Inglaterra a Irlanda a cuenta de los aranceles a los productos ingleses que contrariaban a los estados algodoneros, dependientes de la industria textil británica. La cuestión racial era menor ya que en el norte también se expulsaba de las ciudades (hacia Canadá) a los grupos de negros libertos.

Por entonces, los republicanos representaban el progresismo y se declaraban abiertamente antiesclavistas mientras que los demócratas, con excepciones, tenían su bastión en el Sur esclavista. Esto fue así hasta que, con sus políticas asistencialistas, Roosevelt cambió el panorama en los años 30 del pasado siglo.

Quizá nada de esto sepa el extravagante Donald Trump que, con sus miles de millones, su flota de aviones y sus mujeres florero, lidera las encuestas en la contienda republicana con un ataque frontal contra la inmigración del sur. La misma que ha permitido a E.U. mantener su brío económico en el último medio siglo. En la era donde se adora a cualquier ídolo de barro bañado en oro en la creencia de que el éxito es síntoma de inteligencia, los electores republicanos parecen fascinados por la desfachatez y los exabruptos de un polemista nato que ha entrado como un elefante, emblema republicano, en la cacharrería electoral del partido de Lincoln. Encandilados están por el ideario “wasp” que demoniza a los católicos del otro lado del Río Grande como origen de todos los males. Deberían saber que su partido, el Republicano, nació como una liga en favor de los derechos de todos los hombres y que el poder latino es imparable. En California ya son mayoría. Deberían saber que Donald Trump es un fantoche.