Columnistas

UN ATROPELLO SIN FIN

30 de abril de 2018

Esta semana tuvieron lugar dos ceremonias mediante las cuales se le rindió un sentido homenaje póstumo al muy recordado amigo el magistrado Emiro Sandoval Huertas, cuyo cadáver fue desaparecido durante cerca de treinta y dos años tras la infame toma del Palacio de Justicia, el seis de noviembre de 1985. En efecto, de un lado, el martes, en la Sala Rodrigo Lara Bonilla del Instituto Nacional de Medicina Legal, se llevó a cabo un acto en el cual se presentó el informe técnico y científico por los expertos que identificaron sus restos; y, de otro lado, el miércoles, en el Auditorio D-200 de la Universidad Externado de Colombia, se produjo lo que la familia del finado llamó la “entrega digna de sus despojos”.

Terminan, pues, más de tres décadas de engaño durante las cuales los parientes y allegados creyeron que les habían dado cristiana sepultura a los restos de su ser querido, cuando era lo cierto que la tumba ante la cual mucho lloraron, adornaron una y otra vez con flores, y le cambiaron tres veces de lápida -como cuenta, de manera desgarradora, Amelia, su viuda- guardaba los despojos de tres víctimas diferentes, por supuesto también desaparecidas tras el vergonzoso holocausto que puso a temblar al país entero y le dio al mundo un ejemplo de incivilidad, desgobierno y de salvajismo, que jamás se podrán repetir.

A Emiro Sandoval Huertas lo asesinaron con saña y, gracias a la negligencia o a la mala fe de las autoridades de la época -que fueron pusilánimes y/o inferiores a sus deberes constitucionales y legales-, a sus parientes y allegados se les privó para siempre de una existencia digna porque durante tan largo período él estuvo desaparecido y ellos no lo sabían; el daño causado es inmenso y ninguna prebenda material podrá sanar jamás tanto sufrimiento. Pero lo más grave es que no es este el único caso, porque lo mismo sucedió con los cuerpos de las demás víctimas que fueron inhumados en cualquier parte (en el caso de Emiro, en el Cementerio Sur de Bogotá en una anónima fosa común, de donde se sacaron sus despojos en 1998 para entregarlos como material de práctica a los estudiantes de Medicina de una importante universidad) y con una identidad que no tenían. Salta, pues, a la vista que se borraron todas las evidencias porque no se quería que el mundo supiera las dimensiones de semejante tropelía, pues, como dice Alexandra la hija del difunto, “dos cosas ocurrieron y son una verdad innegable, hay gente que salió viva y nunca llegó a su casa, así como hay otros que fueron asesinados adentro y nunca llegaron a su tumba” (Revista Semana, primero de julio de 2016).

Por tal razón, tiene que brillar la verdad para que el país entero conozca qué pasó en el Palacio de Justicia cuando sus más insignes jueces fueron masacrados mientras la televisión transmitía un partido de fútbol; y algo más: se debe avanzar en la tarea de identificar los restantes cuerpos para permitir que los deudos tengan, por lo menos, un momento de paz y sosiego. También, debe haber justicia (pero que sea auténtica y sin chivos expiatorios) para que respondan los autores del crimen; y, lo que es más importante, las familias de los mártires tienen que ser reparadas de forma integral, no tanto en la parte material sino en la moral, para que esta procesión de llantos e infamias cese de una vez por todas.

En fin, hoy, cuando el país busca esquivos caminos de reconciliación y trata de edificar una sociedad mejor sobre un mar de sangre y un interminable reguero de cadáveres, cabe de nuevo preguntar: ¿Serán posibles tanta indolencia y ensañamiento con las víctimas? ¿Podrá llamarse Estado de Derecho a una organización social presidida por unas autoridades que pisotean así a los seres humanos? ¿Hasta cuándo los colombianos tendremos que soportar este suplicio?.