Un puente caído son unos hombres caídos
Las discusiones en torno de la caída del puente de Chirajara han pendido de asuntos técnicos. Que si error de diseño, que inestabilidad del terreno, que tal vez los materiales eran de plastilina, que los dioses así lo calcularon.
Las imágenes fueron de película: en segundos se deshizo el orgullo de la ingeniería. En el fondo del abismo se retuercen todavía los cables acerados, se quebrantan las planchas, vuelan los pájaros de la imaginación.
Aparte de las obvias condolencias del primer momento, nadie ha vuelto a pensar en las vidas que se desmoronaron. Los familiares de los nueve obreros idos han de masticar su pena en un silencio hondo.
Si Cortázar supo ver que “un puente es un hombre cruzando un puente”, ¿cómo definir lo que es ese puente arruinado? Pues a partir del hombre o los hombres a quienes se les borró el piso detrás del estruendo.
Se vieron los rescatistas en sus uniformes amarillo o rojos cuando izaron las bolsas mortuorias hacia la civilización. Se admiró su audacia, el desafío que le hacían a la probabilidad de un segundo desplome. Pero no se penetró en la vida recién truncada y ahora enfundada para siempre.
Y resulta que esa vida es parte sustancial de la naturaleza muerta que hoy es el puente en desgracia. “Un puente caído son unos hombres pereciendo en un puente caído”, habría que concluir con el escritor de cronopios.
En efecto, la medida del colapso de la ingeniería es la de los trabajadores fallecidos. Los aceros y concretos convertidos en desperdicio son apenas el marco dentro del cual tuvo lugar la tragedia, su convulsionado teatro.
Así se tasa este siniestro. Contratistas, ingenieros, interventores guardan sobre sus hombros el fardo de esas muertes. Este pesa más toneladas que la suma de los escombros. Los muertos se marcharon en un pasmo de crujidos y desconcierto. Sus deudos sobreviven imaginando la suerte que les aguardó en lo profundo.
Los miles de millones de pesos perdidos representan un débil lamento residual. Igual que la mancha en las hojas de vida profesional. Aquello que de verdad caracteriza lo ocurrido es la chispa apagada de los trabajadores del Chirajara.
Alguna vez en Bogotá un camión aplastó desde un puente a 21 niños de colegio. El sitio se llama ahora “Veintiún ángeles” y cada aniversario se consagra con flores. ¿Quién velará por los obreros que le dan esencia y memoria al puente malogrado? .