UNA GUERRA INÚTIL
Desde que —hace, justamente, cincuenta años— Richard Nixon declaró a las drogas como el enemigo número uno de EE.UU. y puso en marcha una maquinaria burocrática y propagandística, que le dio vida a la guerra contra las drogas y a las corrientes prohibicionistas, la vida de América Latina se ha transformado de forma radical para mostrar un fracaso estruendoso en esta materia. Por eso, el fenómeno de la comercialización ilegal de drogas despedazó el orden institucional de nuestros países y permitió el afloramiento de mafias que han conformado verdaderos estados dentro del Estado.
Sin embargo, también es cierto que esa ofensiva ha sido exitosa para quienes la han usufructuado; muchos se han enriquecido con este floreciente negocio que ha dejado graves secuelas de corrupción, terrorismo, enriquecimiento fácil, derramamiento de sangre, anomia, cooptación de las instituciones, fortalecimiento de las economías subterráneas de los países, deterioro del medio ambiente (recuérdese: crímenes ecológicos cometidos con el uso de precursores para el procesamiento, tala de bosques, envenenamiento de las aguas, fumigación de plantas, etc.), desigualdad, pérdida de los valores y un preocupante desgobierno. Ella tiene, en verdad, perdedores, pero también muchos ganadores.
Como es obvio, el tema es tan complejo y lleno de facetas, que las dificultades observadas comienzan con los cambios operados en el uso del lenguaje. En efecto, poco se habla del “tráfico de drogas ilegales” por oposición al de las “drogas legales”, y se hace referencia más bien al “tráfico de estupefacientes”. Una denominación inapropiada porque los “estupefacientes” son apenas una de las especies de los compuestos ilegales envueltas en ese turbio mercado; hemos confundido la parte con el todo.
La anterior es apenas una cara del complicado problema de la droga: la del comercio ilegal, del cual son aparentes “víctimas” los países desarrollados; la otra es la del mercado lícito, denominado por algunos como “narcotráfico legal”, que en el contexto americano corre de norte a sur y cuyo principal responsable es la industria farmacéutica trasnacional, controlada por los capitales norteamericanos y europeos, que ha inundado nuestros países de psicofármacos, generando un mercado de consumidores y adictos que tiene dimensiones de verdadera epidemia. Por ello, deben suscribirse las palabras del catedrático José Luis Díez Ripollés, para quien la distinción entre drogas legales e ilegales “se convierte en una nueva forma de opresión cultural y económica de los países poderosos que, simultáneamente, obligan a reprimir el tráfico y consumo de drogas connaturales a ciertas culturas, pero ajenas a la suya propia, mientras fomentan el consumo de nuevas drogas propias de la cultura occidental”.
Así las cosas, está claro que la única manera de ponerle fin a este estado de cosas es la legalización progresiva de gran parte de las conductas (no de todas) que hoy se acriminan en los códigos penales. El día que este negocio sea lícito y esté controlado por el Estado, las pandillas actuales desaparecerán para dar lugar a otro tipo de actividades que, por supuesto, van a involucrar las plantas de las cuales hoy se obtienen —gracias a diversos procesos químicos— sustancias prohibidas; el ejemplo de lo que sucede con la marihuana es bien ilustrativo al respecto. Y, es seguro, volverá el día en que esos plantíos ancestrales sirvan para los efectos que siempre han debido ser empleados: ayudar a curar enfermedades, alimentar a los seres humanos y continuar los ritos de los antepasados, que, como sucede con la hoja de coca, ayudaron a edificar a algunas de nuestras naciones.
En fin, si bien es cierto que por ahora el camino para recobrar la estabilidad parece perdido y, en cualquier caso, pasarán muchas décadas para poder reimplantar la institucionalidad, también es cierto que —de inmediato— se deben tomar medidas enderezadas a lograr un cambio radical, de la mano de políticas claras y precisas que apunten en otra dirección, con base en las cuales sea posible intentar la salvación de las proyectadas organizaciones sociales democráticas