Una mano para las Madres Comunitarias
“Solos, mientras sus padres y madres trabajan, están abandonados y listos para llenar crónicas periodísticas sobre violaciones, manipulación y utilización por parte del atarvanado urbano”. Así expresaba mi amigo William Moreno su desazón con los palos que el presidente Santos puso al proyecto de ley que pretende formalizar, a través del ICBF, a 55.000 madres comunitarias que trabajan en el país, argumentando que la erogación anual de 800.000 millones de pesos “afecta la estabilidad de las finanzas públicas, el equilibrio macroeconómico y el principio constitucional de sostenibilidad fiscal”.
Los Hogares Comunitarios nacen como respuesta a un fenómeno social que venía ocurriendo, desde mediados de los años 70, en las zonas más vulneradas de las ciudades colombianas. Padres y madres debían trabajar, viéndose obligados a buscar alternativas de cuidado para sus hijos. A manera de voluntariado, nacen las Madres Comunitarias, señoras que se ofrecían para cuidar y alimentar a los niños que no tenían edad de escolaridad, durante las jornadas laborales de sus progenitores. El Estado, en su incapacidad de garantizar la nutrición y el cuidado de la infancia, formaliza esta modalidad en 1986, a través del ICBF, dando origen a los Hogares Comunitarios. El fisco nacional entrega un porcentaje de su financiamiento, y las comunidades aportan las plantas físicas. Posteriormente se hacen convenios con universidades para iniciar programas de profesionalización, y se crean equipos itinerantes de apoyo pedagógico, conformados por docentes, educadores físicos, sicólogos y nutricionistas.
Desde el origen de este programa, las madres comunitarias vienen luchando por el reconocimiento de su labor como agentes educativos y la formalización de su empleo. Solo hasta el año 2014 se les garantiza un salario mínimo y prestaciones sociales. Las contrataciones se hacen por tercerización laboral, que no garantiza el cumplimiento total de las prestaciones y el salario establecido, pues se presta para que los convenios, en su mayoría con ONG, sean pasados por alto. Su impacto social no ha sido abordado con la debida importancia. Ellas tienen en sus manos el momento decisivo en la formación de los infantes; sus mentes son plastilina, susceptible de ser moldeada, para bien o para mal, es el momento para cimentar valores o antivalores, proyectos altruistas o el camino del fracaso.
Con el proyecto de ley no se trata simplemente del cumplimiento de una promesa de campaña, sino también de una oportunidad para que, tanto el presidente como la Corte Constitucional y el Congreso, sopesen las verdaderas prioridades de inversión en el país. Mientras el chorro de mermelada y corrupción son incontenibles, los proyectos de vital importancia para la educación pasan a segundo plano. Con lo invertido en alinear a los congresistas, y en la publicidad de los ministerios de Transporte y Vivienda, bastaría para cumplir el compromiso del candidato-presidente con las madres comunitarias.
El freno presidencial para este proyecto es una decisión desafortunada; genera contradicción con principios fundamentales de la Constitución, en los que prevalecen los derechos de la infancia. Contradice también el empeño del Gobierno para disminuir la informalidad y la tercerización laboral en el país.
El presidente Santos se comprometió en campaña a convertirse, como él mismo lo decía, en un soldado por la reivindicación de los derechos de las madres comunitarias. Este compromiso puede configurarse en uno de los claros ejemplos de la distancia entre las promesas lanzadas cuando se aspira a un cargo público y los proyectos aterrizados en la gestión administrativa. Habrá que considerar ahora que ya no está en juego la palabra de un candidato-presidente, sino de un presidente Nobel de Paz, a quien, por esta excepcional distinción, le obliga más sensibilidad con la inversión social, en particular con la infancia.