Una vuelta a lo criminal en la política (1)
La penetración de lo criminal en la política nos resulta normal. Cierta dosis de interés criminal ronda los procesos de selección de nuestros elegidos; lo hemos naturalizado: así ha sido, así es y así será. La diferencia entre los distintos candidatos en su relacionamiento con este elemento es de grado y de proximidad, pero no de esencia o de naturaleza.
Ningún candidato es ajeno a esta dinámica; algunos quieren y deciden estar lejos del elemento criminal, pero las reglas de juego no los dejan ser ajenos. En los certámenes electorales todos quedan untados (al menos, un poquito). Este es un problema de marca mayor que ignoramos (o mejor, desechamos, porque conscientemente lo separamos de nuestro discernimiento).
Una vez seleccionados, la gran mayoría de servidores públicos quedan inmersos en una prefigurada dinámica de pactos, deudas y favores. Las diferencias en el nivel de inmersión en esta lógica son de grado o de intensidad.
Incluso los que dicen estar fuera de esta dinámica, inevitablemente participan por el mero hecho de jugar según las reglas de juego de la política regional, por ejemplo. En su ejercicio de campaña todos toman decisiones (más o menos conscientes) de quién untarse y cuánto untarse. No se puede correr una carrera en un pantano y pretender llegar impoluto a la meta.
Parte del problema es el ambiente podrido y arraigado en el cual se hace política y se ejerce el poder público; parte se deriva de personas específicas e intereses concretos; y otra parte del problema es situacional, puesto que se gestan situaciones que propician el involucramiento de todos, según las (degeneradas) reglas de juego.
En tiempos recientes parecemos estar todos sumidos en una liberadora campaña en contra de la corrupción y los vínculos de los políticos con sectores criminales. Se persigue a ciertos corruptos, que caen como chivos expiatorios, mientras que otros siguen, como si nada.
La lucha contra la corrupción es necesaria, y los compromisos y las acciones de los gobernantes y candidatos de ejercer la política con transparencia son fundamentales. Sin embargo, en el estado de cosas actual, necesitamos algo más que acciones penales ejemplarizantes en contra de unos cuantos corruptos; es hora de hablar sobre las reglas de juego y cambiarlas.
En la medida en que el ambiente está comprometido y las reglas no sólo son permisivas sino que amparan la corrupción, las acciones de control y de aplicación de la ley perpetúan de manera sesgada la dinámica, ya sea como resultado de la actuación intencional (de dañar a un sector, mientras se favorece a otro), o de la actuación por conveniencia (al irse en contra del más débil, el más bobo, o el que se pasó). Mientras las reglas de juego estén comprometidas, los mecanismos de control y neutralización beneficiarán a los que logren mantenerse fuera del radar.
En relación con las alianzas criminales, es usual señalar y perseguir a ciertos políticos por sus alianzas con alguna maquinaria criminal. Esta rendición de cuentas (especialmente, si acarrea implicaciones) es necesaria, aunque ha sido escasa y es insuficiente. Además de la responsabilidad individual, la política colombiana (sin ignorar su heterogeneidad) se ha desarrollado en el marco de arreglos estratégicos de colaboración y competencia con diversas expresiones del crimen organizado. Los intereses criminales coexisten con el Estado y la política. Esa relación queda para la próxima entrega....