Vacunarse es un imperativo ético
El tema de la vacuna contra el coronavirus y sus variantes suscita múltiples polémicas, no solo por la forma como ella se gestó, sus costos y los contratos leoninos escondidos, la discriminación planetaria, las demoras y, en fin, por situaciones propias del oscuro negociado tejido por las transnacionales farmacéuticas en torno a la salud humana. En especial, llaman la atención el complejo problema de la obligatoriedad de la pústula y, por ende, la actividad de los movimientos antivacunas, quienes, muchas veces mal informados y por falta de pedagogía oficial, aducen razones diversas para no aplicarla: miedo a sus efectos, inclusión de un supuesto chip para monitorear a los usuarios (argumento nanotecnológico), causación de secuelas graves, vulneración de las libertades de conciencia y religión, y, en fin, desconocimiento de la dignidad de las personas, etc.
Desde luego, en principio los seres humanos tenemos unos derechos que nadie puede conculcarnos, pero, como ellos no son ilimitados, no pueden ponerse por encima del interés colectivo para pregonar el imperio de la propia libertad; así las cosas, los hombres no somos seres solitarios que, como Robinson Crusoe, vivimos en islas desoladas donde solo se hace nuestra voluntad. Según la Constitución, todos los aquí residentes tenemos derechos y obligaciones, y el ejercicio de esos beneficios y libertades reconocidos “implica responsabilidades”; por eso, el modelo de Estado social y democrático de Derecho impone respetar las prerrogativas ajenas y no abusar de las propias, obrar según el principio de la solidaridad social, respondiendo “con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro la vida o la salud de las personas”, y, en fin, comporta para toda persona el deber de “procurar el cuidado integral de su salud y de su comunidad” (artículos 49 y 95).
De esta forma, cuando en medio de la actual catástrofe, que casi suma 130.000 decesos y varios millones los contagiados con su salud estropeada, no se puede permanecer impasibles, como si el asunto fuese ajeno, sobre todo porque las autoridades han adoptado las medidas sanitarias: distanciamiento físico, lavado de manos permanente, uso de mascarillas tapando nariz y boca —¡no como babero!—, ventilación de espacios cerrados, etc. Por tal motivo, si bien es cierto que cada uno es libre de vacunarse o no, de dejarse morir o no, también lo es que todos asumimos nuestros propios riesgos y debemos responder por los daños causados a la salud y a la vida de los demás si los infectamos.
De manera acorde con el principio de solidaridad social debemos, entonces, responder civil y penalmente por las lesiones y muertes causadas. Para el caso, el Código Penal castiga con prisión de cuatro a diez años a los que, con dolo, propaguen epidemia o, de cuatro a ocho años, a quienes violen “medida sanitaria adoptada por la autoridad competente para impedir la introducción o propagación de una epidemia”. Incluso sanciona las muertes y lesiones personales dolosas o culposas, comisivas y omisivas, causadas a los demás y ello bien puede suceder mediante conductas que generen el contagio (artículos 103, 111, 368 y 369).
De esta forma, si el conflicto interpretativo sobre el asunto se plantea en los ámbitos constitucional y legal, el disfrute de la vida por parte de los asociados es prevalente y los derechos individuales sucumben ante él; por ello, máxime si es necesaria la inmunización de rebaño para tratar de combatir la pandemia —y conste que lo más difícil de la actual emergencia tal vez está por llegar—, hay argumentos suficientes para afirmar la obligatoriedad de las vacunas (salvo situaciones excepcionales) al existir una evidente proporcionalidad entre el mal que se causa y la defensa del colectivo social, así todavía no se haya expedido la ley que la haga forzosa en atención a que el proyecto respectivo no alcanzó a ser evacuado en la pasada legislatura. En fin: sin muchas discusiones adicionales, debe señalarse que vacunarse siempre será un imperativo ético