Venezolanos en Medellín
Hace unos días, mientras me tomaba un tinto con una amiga en la avenida El Poblado, se acercó una mujer joven, delgada y con el rostro ojeroso, vendiendo chicles. “Soy venezolana”, me dijo, “¿me puede colaborar?”.
Me impresionó su mirada inanimada y triste, como de quien ya no tiene esperanza. Al mismo tiempo, distinguí una postura de dignidad, en su largo vestido azul y en su cabello negro recogido detrás del cuello. Me pareció sentir orgullo en el tono de su voz cuando declaró, “soy venezolana”. Quién sabe cuál es su historia, pensé, cuáles fueron las circunstancias exactas que la llevaron a desterrarse de su propia tierra y de sus afectos, para llegar a una ciudad desconocida.
Vi en esta mujer el reflejo del destino humano de decenas de colombianos quienes compartieron conmigo su desgarradora experiencia de desplazamiento. La mente me llevó más allá de Colombia y pensé en el destino de quienes desde el corazón de América Central peregrinan con la esperanza de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, en búsqueda de una mejor vida. Varios de mis estudiantes en Estados Unidos me contaron su odisea.
También pensé en las olas de ciudadanos sirios que se arriesgan a cruzar el Mediterráneo en barco para llegar a las orillas de Europa. Finalmente terminé pensando en mis papás, quienes fueron desplazados por la violencia durante la Segunda Guerra Mundial en Europa. En los episodios de depresión, que todavía hoy de vez en cuando agobian la existencia de mi madre, está el reflejo de aquella experiencia que ella vivió hace más de setenta años. El desplazamiento es una experiencia dolorosa, que puede dejar una huella profunda en la vida de quienes lo padecen.
Además, la migración forzada es una realidad que, por la inestabilidad política y los perpetuos ciclos de violencia, una gran parte de la humanidad está destinada a seguir experimentando. De hecho, por primera vez en la historia de la humanidad, en la actualidad son casi 70 millones los refugiados y los desplazados en el mundo. Es un número gigantesco, que habla de la insostenibilidad política, económica y ambiental en la cual vivimos hoy a nivel planetario.
La mujer que encontré es solamente una de las casi 20 mil personas venezolanas que hoy viven en Medellín. El colapso político y económico que padece el país vecino seguirá alimentando este flujo migratorio. Esta realidad nos reta a todo. De hecho, no hay soluciones simples, sobre todo en una ciudad que no carece de emergencias y dificultades. Pero creo que la respuesta dependerá mucho de si asumimos una actitud condicionada por el miedo, o la indiferencia, o si nos concientizamos que detrás de un venezolano hay primero que todo una persona humana.
Efectivamente, estoy convencido de que la madurez de una ciudadanía consciente se mide hoy por su capacidad de verse no solamente como miembros de una comunidad limitada, sino también, al mismo tiempo, parte de una realidad humana que es una. Por eso, no podemos darle la espalda a quienes hoy sufren. De lo contrario, nos vamos deshumanizando.