Columnistas

Verdad y realismo

16 de octubre de 2016

De forma repetida el primer mandatario les ha dicho a los representantes del “no”, convocados a dedo a los silentes encuentros de Palacio (Uribe y los suyos, un par de líderes conservadores vencidos, algunas víctimas, un exprocurador desorientado e iglesias cristianas) y a todo el país, que no hagan propuestas imposibles (¡eso mismo les dijo a las Farc en 2013!). Además, que procedan “de forma urgente” y “sin dilatar las conversaciones” y, añádase, que el diálogo se debe hacer sobre dos bases fundamentales: “realismo” y “verdad”. Y, conste, ello sucede mientras anuncia el inicio de negociaciones con el resbaladizo ELN; algo que era imperioso.

Parece, pues, que el premio Nobel, todavía sin reconocer su aplastante fracaso, no se da cuenta de que perdió toda legitimidad y credibilidad así pretenda seguir manejando a su antojo las tratativas porque, para él, las mayorías del 83 % que lo desatendieron solo son un cero a la izquierda. La razón es evidente: el “Acuerdo Final” no nació a la vida jurídica (así lo reconoció el propio jefe del equipo negociador) y es un instrumento que, apenas, refleja un ciclo tortuoso de varios años de resignaciones; de esta manera, después del dos de octubre, no es desde la Cuba castrista donde personas, sin representación popular alguna y posando de miembros de una asamblea constituyente hechiza, deciden nuestro porvenir.

No obstante, esa logia que se empotró en el poder aboga por unas conversaciones en cenáculos cerrados (los pretensos hacedores de leyes siguen en La Habana y ellos son apenas sus intermediarios). Esa paz, no se olvide, no es aquella con la cual sueñan víctimas, estudiantes, trabajadores, profesores, juristas, líderes de la acción comunal, miembros de comunidades étnicas, pensionados, campesinos, soldados, granjeros, albañiles, taxistas, religiosos, directivos universitarios, intelectuales, etc.; no es la concordia de los desposeídos o de media nación hundida en el atraso y las necesidades.

Quienes no concurrieron a las urnas o no pudieron votar, también son personas y, para más señas, pagan elevados impuestos, viven aquí, construyen nación; y, así esos dirigentes no lo crean, tienen dos dedos de frente y no conforman un paciente rebaño, que es susceptible de ser manejado con el dedo meñique. Que nuestros gobernantes no olviden algo muy elemental: ¡A los pueblos se les debe respetar!

Si el primer mandatario y sus cortesanos tuvieran la firme intención de jalonar un verdadero proceso de paz, democrático y participativo, donde los ciudadanos nos pudiéramos expresar de forma abierta y franca, ya habrían convocado a todos los representantes de la sociedad civil a un diálogo civilizado, en el que también comparezcan los violentos.

Su táctica ahora es distinta: Santos quiere vendernos, a como dé lugar, el famoso Acuerdo porque él constituye la “verdad” de la que habla y también encarna el “realismo” reclamado, pues las cadenas que lleva encima no le permiten mirar más allá. El presidente (como en Venezuela, donde los manejos torticeros de los detentadores del poder se asemejan de manera preocupante) estima que son las minorías las encargadas de definir la futura Carta Política y ella debe contener el programa del grupo que acolita. Así las cosas, vuelve a quedar en evidencia que el famoso proceso es un tosco negocio (con réditos electorales y premios) y, de paso, una estratagema más para perpetuarse en el mando con sus conmilitones.

El país entero, pues, se tiene que movilizar para exigir que sus auténticos voceros sean llamados a las negociaciones y no los pongan a mandar razones –como sucede con quienes han concurrido al llamado presidencial− a través de quien, no solo no dice la verdad, sino que no actúa como el presidente de todos los colombianos. Proceder como hasta ahora es seguir con más de lo mismo; es continuar con los juegos de circo a ratos adornados con algo de pan. ¡Debemos demostrar que no vivimos en la Roma imperial ni nos gobierna un emperador babiéca!.