Vidiotas
Capaz de inventar la electricidad, poner un pie en la luna, desarrollar vacunas para anticiparse a las enfermedades y deconstruir un átomo, el ser humano dispone también de habilidades infinitas para la estupidez y la autodestrucción, como prueban las últimas matanzas perpetradas por la “marca blanca” de Al Qaeda o al menos en su nombre. Desconocemos qué ha logrado el asesino de Niza, salvo acabar con la vida de casi un centenar de inocentes, incluidos diez niños, y sembrar un dolor innecesario en este mundo nuestro tan inestable. Poco más. Hemos llegado al extremo de que cualquier descerebrado cree que puede ganarse el cielo segando vidas como quien aplasta hormigas. Buena parte de culpa en esto la tienen los clérigos musulmanes, que deben de una vez por todas de condenar la violencia y excomulgar a quienes hacen rodar cabezas en nombre de Alá. Sin embargo, a nosotros también nos corresponde una pequeña parte de responsabilidad por ofrecer notoriedad post mortem a todos esos chiflados. Con todo el respeto, no dedicaría una sola línea ni un solo minuto de gloria catódica a terrorista alguno. Estoy convencido de que si convirtiéramos en personajes anónimos a todos estos locos, si no trascendieran sus nombres ni se airearan sus testamentos grabados con el móvil, les quitaríamos la principal motivación para cometer sus crímenes.
Vivimos es un mundo donde parece que todo aquello que no ocurre en una pantalla resulta irrelevante.
Veía el pasado miércoles con mis hijos el musical “Charlie and the chocolate factory” en un teatro del Covent Garden londinense. Obra del atribulado autor infantil Roald Dahl, que se pasó la vida escribiendo historias escalofriantes como terapia para olvidar los internados por los que pasó, el libreto narra la visita de cinco niños, entre ellos Charlie, a la fábrica de chocolate del extravagante Willy Wonka. Tras lograr el preciado ticket de oro que abre la puerta de la siniestra fortaleza del Sr. Wonka, los querubines van cayendo como chinches por petardos. Como quien no quiere la cosa, Dahl se carga a un niño glotón alemán –engullido por un estanque de chocolate–, a una consentida niña inglesa –víctima de sus caprichos y de unas ardillas asesinas– y a una estrella infantil de Hollywood –que revienta literalmente al hincharse a masticar el chicle con todos los sabores del mundo–. Finalmente, sólo quedan Charlie y un chaval de Suburbia, maniaco compulsivo por culpa de los videojuegos, que acaba abducido por la televisión al probar en sus carnes y por deseo propio una máquina creada por Wonka capaz de catodizar tabletas de chocolate. Aparte de echarme una mano para reprimir con el ejemplo de la última víctima de Wonka la adición de mi hija al IPad, Dahl se anticipó a todos al describir en los 50 del pasado siglo los peligros que encerraba la sociedad de la imagen. Me dirán ahora que exagero. No lo creo, vean sino la estúpida moda esa del Pokemon Go. Por lo visto, lo último es ir cazando bichos con el móvil, desafiando a los semáforos en verde y a cualquiera que se nos ponga por delante. La cosa está llegando al extremo de que hay quien ha pagado 100 dólares por comprar el perfil de un jugador avanzado en esta memez que al parecer había llegado al nivel 12.
Normal que se haya vuelto viral el cartel que ha colocado un ciudadano estadounidense harto de que los caza Pokemon asalten su patio: “Búscate una vida y sal de mi patio. Esto es lo más estúpido que he visto y eso que he superado: los pantalones de carpintero, la Pepsi cristal, el sistema electoral por mayoría simple, La Macarena, la presidencia de George W. Bush... Hay un bar subiendo la calle. Tomad una cerveza y reflexionad seriamente sobre vuestras decisiones vitales”. Amén.