Violencia contra las mujeres: normal
El 25 de noviembre se conmemoró en Colombia el Día internacional para la eliminación de la violencia contra la mujer. Se realizaron coloquios, se desarrolló un pintoresco acto en el Congreso que buscó el compromiso de los legisladores con la adopción de (más) normas, y los organismos internacionales anunciaron nuevos planes para combatir esa violencia.
Al próximo día, la violencia contra las mujeres volvió a su estado regular, normal: extendida, tolerada e ignorada.
La normalización de esta forma de violencia tiene muchas manifestaciones, en ámbitos públicos y privados. La más extrema es la que la hace culturalmente aceptable, norma l. Su aceptación pasa por conductas activas y pasivas que la esconden, justifican y perpetúan.
La cultura colombiana rechaza, en general, un acto atroz como la violación. Pero cuando el acto adquiere especificidad, el rechazo categórico tiende a disminuir, porque alguna condición de la víctima o alguna circunstancia de la situación adquiere mayor trascendencia en el marco de significación del acto que el rechazo genérico al acto atroz. Hay reacciones extendidas a algunas violaciones que están imbuidas en elementos y estereotipos culturales que reprueban cierto tipo de comportamiento mientras justifican la violencia contra las mujeres, por ejemplo: “vestida de esa manera, se lo estaba buscando” o “quién la manda a ser coqueta”. Resulta más fácil condenar la violencia contra las mujeres en abstracto que condenar actos específicos, repletos de matices y variaciones. De esta manera, ciertos actos de violencia son considerados como la consecuencia normal de otros.
Otra demostración del proceso de normalización se evidencia en las determinaciones de grado que se hacen entre distintas manifestaciones de violencia contra las mujeres. No me refiero al valor que cada uno otorga a distintos actos sino a aquellos valores sociales que tornan ciertos tipos de violencia en acontecimientos normales. Por ejemplo, si bien la violación recibe la reprobación social (al menos pública), el acoso a duras penas es reconocido como una forma de violencia. Este permea ámbitos educativos, hospitalarios y laborales sin ser rechazado.
La normalización de la violencia contra las mujeres también es evidente en los hogares colombianos. El denominado maltrato “doméstico” tiende dos trampas que, a su vez, están en el centro de su justificación y normalización. La primera le asigna a la violencia un carácter privado, impenetrable, secreto. Así, eso que ocurre en el hogar, lo doméstico, es entre un hombre y una mujer, y ahí se queda. La segunda se deriva de una violencia aceptada para domesticar, que implica “quitarle a alguien la aspereza de carácter y hacerle tratable”. La violencia se torna normal ante la indocilidad de la mujer. En palabras de un maltratador: “Sí le pego, por atrevida, por atarvana, en las piernas, porque no me atiende y no atiende la casa” (testimonio de un caso de comisaría de familia).
El ámbito privado en el que acontece la violencia sirvió y continúa sirviendo para normalizar el sufrimiento “doméstico” de las mujeres. El conocido testimonio de una mujer expresa el tormento que esconde la domesticación: “Mi marido me pega lo normal” (Miguel Lorente, 2001).
Puede ser que hoy exista en Colombia mayor conciencia sobre la violencia contra las mujeres; sin embargo, el panorama es poco alentador. Esa violencia es generalizada, su dimensión real es desconocida, se continúa trivializando tanto su práctica como sus efectos, y la respuesta del estado es ineficaz e insuficiente. ¡Todo normal!.